Estados Unidos
Una figura irrepetible
Como ocurre con toda figura histórica de verdadera relevancia, la de Margaret Thatcher es verdaderamente irrepetible, de manera que el original tiene bastante más fuerza y frescura que la legión de exégetas que le han sucedido, y no digamos ya que los imitadores. Genuino producto británico, resultado de su tiempo y sus circunstancias, cualquier juicio objetivo que sobre la Dama de Hierro se nos reclame exige una atenta mirada a las especiales características que hicieron posible sus legendarios años de Downing Street.
En un Reino Unido en busca de su identidad postimperial, tras décadas de políticas huérfanas de éxitos realmente visibles, habiendo sufrido humillaciones como la defección de los cinco de Cambridge –el último de los cuales, el infame Anthony Blunt, terminaría siendo denunciado públicamente durante el primer mandato de la propia Thatcher–, y frente a un imperio soviético en el apogeo de su aparente hegemonía mundial, la primera y hasta ahora única primera ministra de las islas supuso un revulsivo para el orgullo nacional de modo análogo al que su fiel amigo Ronald Reagan significó en Estados Unidos tras la guerra de Vietnam. La recuperación de las Malvinas, recobradas de manos del ocupante argentino, fue sólo la expresión militar y geoestratégica de una actitud de firmeza más amplia que, junto a la del propio Reagan, el Papa Juan Pablo II y algunos líderes de la asfixiada sociedad civil de Europa central, como Lech Walesa o Vaclav Havel, supo entender que, en la época que les tocó en suerte, la de la Guerra Fría, la carta de la legitimidad moral estaba del lado de las democracias occidentales.
Es verdad que no siempre acertó –nadie podría repetir hoy que «la sociedad no existe», pues de hecho el pensamiento conservador ha discurrido después por otros derroteros, subrayando precisamente el papel de la responsabilidad social a la hora de cultivar los valores y vínculos que arraigan al individuo en un orden ético determinado–, hasta el punto de que su partido le dio la espalda, preocupado por no confinar el discurso «tory» en un catecismo demasiado rígido. Pero eso no disminuye en nada la talla de una mujer tenaz, constante y sencilla –la hija del tendero, tan alejada de la tradicional «upper class» inglesa como es posible en las esferas dirigentes de ese país– que supo plantar cara al chantaje terrorista –ya fuera durante la huelga de hambre de Boby Sands, ya emergiendo con admirable dignidad de las ruinas del Grand Hotel de Brighton– y que sincera y desinteresadamente ofreció a su nación el perfil específico que ésta necesitaba en una hora y para una empresa determinada, como en otro tiempo hiciera el inmenso Winston Churchill.
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