Crimen organizado en África

Spartacus, cabecilla de la mafia nigeriana: "Podría llamar a veinte hombres ahora mismo para que vengan a matarte"

LA RAZÓN entrevista en Lagos a uno de los líderes de la organización criminal The Supreme Eiye Confraternity, convertida en una de las mafias más letales a nivel internacional

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Aula vacía en una escuela de Nigeria donde sus alumnos fueron secuestrados por Boko HaramLa RazónLa Razón

Un grupo de estudiantes de la Universidad de Ibadan (Nigeria) se reunieron en los años 60 para crear una fraternidad desde la que podrían ayudar en la configuración de una nueva Nigeria, independiente pero también moderna, sofisticada, alfabetizada, soñada por millones. Estos jóvenes estaban viviendo el despertar africano y también ellos querían participar en una excitante nueva era.The Supreme Eiye Confraternity nació así como un soplo de aire fresco en las mentes inquietas de los jóvenes nigerianos, rodeada de un regusto intelectual que tanto atrajo a los universitarios con sed de vivir.

Pero algo ocurrió entre aquella primera reunión y hoy, marzo de 2023. Algo se torció y se pudrió dentro de los sueños de los fundadores. La policía de medio mundo persigue actualmente a los integrantes de la confraternidad, hoy reconocida como culto, acusándoles de beber sangre humana en sus ritos de iniciación, traficar con drogas a escala internacional y extender una ampliared de prostitución, no ya en Nigeria, sino en el corazón mismo de Europa. En 2020 arrestaron en Barcelona a 23 acusados de forzar a 85 mujeres a ejercer la prostitución. En 2007 detuvieron a una pandilla de ellos, pocas horas antes de que asesinaran a machetazos a una banda rival en Italia. Incluso sucedió recientemente una reunión de los 400 miembros principales del grupo en Ginebra, Suiza. ¿Qué pudo ocurrir para que un movimiento creado para modernizar Nigeria desde las aulas de la universidades se convirtiera en una de las mafias internacionales más temidas?

Nos reunimos en Lagos (Nigeria) con uno de los cabecillas más populares de la confraternidad. Su nombre, Gbenga Ogunsanya, viene cubierto por la porosa nube de su sobrenombre, el título por el que todos le temen y conocen, le aman y odian, un título que ostenta con orgullo aristocrático y que viene a representar la visión que tiene de sí mismo a la hora de relacionarse con el pueblo nigeriano: Spartacus. Espartaco. El líder de los esclavos que se sublevaron contra el poder de Roma es ahora un hombre catalogado por la prensa nigeriana como el pandillero más peligroso del país. Spartacus nos recibe desde el sofá, con la pierna escayolada y dando gracias al dios Ifa de que sólo fuera la pierna lo que le rompió el autobús que le atropelló hace un mes. A su alrededor se concentra su núcleo duro, que adopta una expresión grave al ver aparecer, casi por sorpresa, a un periodista europeo con cara de pardillo. Tras un breve gesto del líder, la habitación se vacía con un murmullo que se aleja, y quedamos solos.

Su voz es, tomando prestada una referencia de Javier Marías, como una sierra mecánica, dura y rasgada, chirriante a la vez que el ventilador que dispersa el calor de la estancia. Y será él quien nos permita conocer (si sabemos leer entre las líneas de su discurso adoctrinador) los motivos que llevaron a la transmutación de la confraternidad.

Comienza aclarando que una confraternidad se refiere a un grupo universitario, pero que, una vez sales de la universidad, “al pertenecer a la Confraternidad Eiye perteneces en realidad a un culto donde se mezclan la política, la sociedad y la religión”. Recostado en su sofá clama que su lucha es por la libertad de la humanidad, o mejor, por una causa en la que cree. ¿Qué causa? “Cada cosa en la que creo, se convierte en mi causa. Mi causa hoy es la libertad y todo lo que la rodea”. Reconoce que los Aiye (apodo con que se conoce al culto) nacieron con fines pacíficos en la universidad, pero que se vieron obligados a reinventarse después de que el grupo Black Axe, procedente de Sudáfrica, penetrara en el país con la intención de hacerlo suyo.

El primer paso en la transformación del grupo fue, por tanto, abrazar la violencia como una posibilidad aceptable. Ante la creciente influencia criminal de Black Axe, los Aiye “se vieron obligados a actuar”. Y una vez limpiaron en la medida de lo posible el sur de Nigeria de estos enemigos extranjeros “que se creían los dueños del país”, coger el relevo de sus actividades delictivas, rellenar los huecos que dejaron, fue casi una obligación para los seguidores del culto. Spartacus se señala el pecho y declara que es un patriota. Nada más. Un luchador por la libertad y un patriota. Un agente interno que combate contra los agentes externos sin pedir nada a cambio, apenas la libertad de los suyos. Tal es su magnificencia, que llegado un momento de la conversación indica que “podría llamar a veinte hombres ahora mismo para que vengan a matarte, pero no lo hago porque quiero hablar contigo”. Su voz aserrada cabalga entre las amenazas y la benevolencia. “La gente tendría que temerme, tendrían que alejarse de mí, tendrían que ver la puerta de mi casa y salir corriendo del miedo. Pero yo dejo que vengan. Les acojo”.

La necesidad es la mejor baza que juega este culto con miembros en todo el mundo. En este aspecto no se diferencia demasiado de cualquier otra mafia. A su alrededor zozobra la miseria, y la juventud de un país donde el 59% de la población tiene menos de 35 años avanza a trompicones y se encuentra con los brazos abiertos de Spartacus y los suyos, que ofrecen amistad, dinero y poder en el barrio, si no en el extranjero.

Una mafia con tintes religiosos

Spartacus es un empresario de la criminalidad: ofrece empleo y buenas condiciones, siempre que cumplas con lo acordado. Hijo de un pastor evangélico de la etnia Yoruba, cursó sus estudios universitarios de manera brillante y desde joven pertenece a la confraternidad, convertida luego en culto y recubierta siempre por el grueso manto de la mafia. No tiene un pelo de tonto, aunque los rizos le cubran las orejas. Pero asegura desenvuelto que, pese a sus raíces familiares, no cree en el Dios cristiano ni en el musulmán, a quienes considera habladurías traídas por los extranjeros: “Yo creo en Ifa, en el oráculo”. Y enseña con orgullo los cuencos que utiliza para pedir a Ifa favores de protección, muestra y tintinean las botellas de ginebra que bebe y escupe al suelo para llamar al dios a su lado. Reconoce que ofrece sacrificios anuales a Ifa, que son gallinas, cabras, palomas...

Es en este momento cuando queda patente que dentro del movimiento (mafia, gang, culto, confraternidad) existe un fuerte componente religioso y cultural. Spartacus dedica los minutos siguientes a explicar que el rey divino de los Yoruba, conocido como Oduduwa, es la referencia máxima por la que se guían él y muchos de sus seguidores. Su discurso lo salpican ramalazos de ideología política donde critica (a gritos) el pésimo sistema democrático nigeriano. En el momento en que nos reunimos se acercaban las elecciones presidenciales de Nigeria, y Spartacus decía que “este país es una mierda jodida donde gobiernan los mismos de siempre. La democracia no está funcionando. Hablan de elecciones pero no hay nada para elegir cuando siempre se presentan son los mismos”.

Opina que sólo hay dos soluciones en Nigeria: o la revolución o una dictadura militar. Y sueña, desea esa revolución en la que él y los suyos participarían sin dudarlo. Si el pueblo tuviese el valor de levantarse contra quienes les oprimen. Porque él es un patriota. Un héroe. Cuando la policía de Lagos le detuvo durante dos meses en 2018, asegura que le torturaron y procuraron manchar su nombre. “Soy un enemigo del sistema”. Lo dice con voz emocionada. Es un héroe y un patriota, pero también un mártir entre los suyos. Un espíritu voraz que lucha sin descanso, incluso con la pierna rota, por el bien de su país. Cueste lo que cueste y haciéndose rico por el camino gracias a los negocios que representan su movimiento.

Esta personalidad fascinante y despreciable, hecha piel y huesos en la figura de Spartacus, aparece y desaparece entre las gotas de sudor que corren por la frente de quienes se atreven a mirarle a los ojos. Y se incorpora penosamente en el sofá, haciendo caso omiso a su pierna herida. “Tenemos gente en todo el mundo. Gente que ama la verdad. Yo amo la verdad. No viviré una vida falsa. No haré el mal”. Lo recita como un mantra, como si estuviera de vuelta vestido con el roquete frente a los sermones de su padre.