Superviviente
A Guillermo Vázquez le costó años quitarse la manía de encima. Varias veces a la semana, justo cuando echaba un vistazo al reloj, volvían a ser las «9/11». Es así como bautizaron en EEUU a los atentados, nuestro «11-S». Aquel día también comprendió lo que es la visión en túnel, cuando los ángulos se nublan y la mirada se concentra en la línea recta, en escapar. Él se libró «por apenas 30 segundos» de que le cayeran encima los primeros escombros del rascacielos y el avión que acababa de estrellarse contra la torre norte. Guillermo, que en 2001 tenía 28 años, acababa de llegar al centro comercial que se encontraba en uno de los edificios en la base del World Trace Center, el número cinco.
Pensaba desde allí salir a la calle para coger el metro que le llevaría a su cita con un cliente. «Subiendo una escalera mecánica, de pronto me topé con una estampida por detrás de mí. Pensé que era un tiroteo. Empecé a correr hacia arriba y a través de la ventana miré a la calle: había una inmensa nube negra, como si hubiera estallado una bomba atómica, no se veía ni el edificio de enfrente», recuerda en conversación telefónica con este periódico. «Con el corazón a 200», este ingeniero comenzó a correr. Fue una de las primeras personas que logró salir, pero mientras se alejaba le dio tiempo a ver cómo «después de los cascotes cayeron miles de papeles ardiendo». Luego se enteraría de que algunos de esos fragmentos oscuros eran personas que se arrojaban al vacío desde las plantas más altas.
A unos 400 metros sintió cómo se estrellaba el segundo avión. Estaba con su madre al teléfono, que seguía los atentados a través de la televisión, cuando escuchó «un ruido como de un avión acelerando y, de repente, ¡pum!». Después sintió el calor de la deflagración, «una enorme bola de fuego». Fue la última visión antes de lograr ponerse a salvo en el metro. «Casi no era capaz de meter la tarjeta de acceso de los nervios que tenía. Me crucé con una mujer que solo repetía: ‘’¿habéis visto los muertos?, ¿habéis visto los muertos?’’». Luego recordaría un extraña premonición, algo que no suele contar pero que le quedó grabado: «Cuando cogí el tren exprés en mi casa, a una parada del WTC, me crucé con un tipo con mala pinta que salía del subterráneo. Me llamó la atención porque no acababa de llegar ningún metro. No sé por qué pensé que quizá había colocado una bomba en la estación. Nunca se me había ocurrido algo así».
Este relato frenético lo hace con calma y sin dramatismos. Después de ser testigo de los ataques, Guillermo continuó camino hasta la reunión de trabajo que tenía agendada. Entre risas, asegura que «el cliente me preguntó luego si le íbamos a cobrar la consulta. Claro, le dije que no». Pasó la tarde en casa de una compañera, tomando cervezas y comentando lo ocurrido. Cuando llegó a casa, del «skyline» que veía desde su ventana habían desaparecido las torres. Durante meses lo único que pudo divisar fueron columnas incesantes de humo. Y el «olor metálico» en la calle cuando cambiaba el viento tardaría mucho en evaporarse.
La ciudad, antes hostil, agresiva, «pasó a ser un entorno amoroso, esa fue la parte bonita». La vida de Guillermo, que ahora trabaja en Barcelona en Cognizant, una consultoría de tecnologías de la Información, también sufrió un giro. Acabó volviendo a España, donde se casó y tuvo a sus dos hijas. Solo se permitió una excentricidad. Pasó de coger el metro a conducir por Manhattan una moto de alta cilindrada, una CDR 600, que era uno de sus sueños. Y en 2013 la ciudad de los rascacielos fue el destino de su luna de miel.