Barcelona
Los fantasmas de la pintura
El Centro de Arte Reina Sofía presenta «Los esquizos de Madrid. Figuración madrileña de los 70», un momento artístico que marcó a una generación de creadores.
En el arte español de principios de los años setenta, además del informalismo como ruptura, gesto y exaltación materialista y política, irrumpió por cuenta propia un grupo de jóvenes pintores que, en Madrid, recibieron pasado el tiempo la denominación de Figuración Madrileña. Sus presupuestos podrían coincidir con el Pop Art, aunque con un tono más sesudo, empapados de lecturas y –es inevitable– sombreados por la situación política española, todavía vivo Franco y coleando. Es el año 1973 cuando en la Galería Vandrés se presenta la carpeta de serigrafías «Animales salvajes. Animales domésticos». Allí estaban Carlos Alcolea, Chema Cobo, Carlos Franco, Luis Gordillo, Sigfrido Martín Begué, Herminio Molero, Guillermo Pérez Villalta, Luis Pérez Mínguez, Manolo Quejido y Javier Utray, entre otros. Su obra la dieron a conocer además desde las galerías Buades y Amadís, que dirigía Juan Antonio Aguirre, y junto a ellos había críticos fieles, unos más que otros, como Juan Manuel Bonet, Ángel González, Francisco Calvo Serraller e incluso Fernando Savater.
Avanzada la década, en Barcelona apareció Trama, un grupo con parecidas inquietudes intelectuales, con Xavier Grau, Broto, Gonzalo Tena, Javier Rubio y Federico Jiménez Losantos, que bautizaron a los de Madrid como Los esquizos, dada la afinidad que mostraban hacia Deleuze, filósofo que teorizó sobre las posibilidades de la esquizofrenia. Los de Madrid, por contra, le pusieron a los de Barcelona el nombre de Los Oligos. Ahí quedó el juego, pues desarrollaron obras dispares.
La exposición la puso en marcha el crítico y activista (que no comisario) Quico Rivas y quería llamarla «Los fantasmas de Madrid», en referencia a las ausencias de sus miembros, quién sabe si a la suya propia poco tiempo después. Tras la muerte en 2008 de Quico Rivas (ayer hizo un año), el proyecto lo continuó María Escribano junto a Juan Pablo Wert e Iván López Munuera. «Parecía que era una exposición que no iba a suceder y ha sucedido. Era necesaria», dijo el director del Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, en la presentación de la muestra ante un nutrido grupo de artistas, críticos, galeristas y gente del mundo del arte de esa misma generación. Y algo de generacional, incluso de nostalgia y reencuentro entre viejos colegas, hay en esta exposición.
Final melancólico
Como «artistas atrapados entre un mundo que no gustaba y otro que era imposible» los definió María Escribano. Así que su vuelta a la pintura, lejos del informalismo, no la vieron como un retroceso. Las referencias para estos pintores quedan muy claramente marcadas en el principio de la exposición con obras de De Chirico, una caja de Duchamp («Boîte-en-valise»), Alex Katz, Richard Hamilton, Frank Stella y Dalí («La máxima velocidad de la Madonna de Rafael»). Y siguen otros nombres de referencia para unos jóvenes creadores (rondaban los 25 años): José Guerrero, David Hockney y dos pintores españoles que experimentaban con un pop muy «sui generis», Alfredo Alcaín y Gordillo.
Pintura de ideas
Pero tanto como estos autores, las lecturas y la música que escuchaban –quizá no todos– dan pistas del espíritu del grupo. En una vitrina pueden verse ediciones de «Antiedipo», de Deleuze y Guattari, y «El hombre unidimensional», de Marcuse, junto a discos de Roxy Music, «Virginia Plain», y de David Bowie, «Pin Ups». «Inventaron una forma de vivir y si todas las épocas son singulares, como dijo Borges, algunas lo son más», dice María Escribano. Era un grupo de personalidades y la mayor singularidad fue la vuelta a la pintura, pero a la pintura narrativa, la que cuenta historias. No había inauguración en Buades a la que no asistieran todos. Es una pintura de ideas y, utilizando una definición del desaparecido Carlos Alcolea, «una idea bien planchada es un cuadro», recordó Escribano.
Pero hay un momento en esta exposición en la que desaparecen los libros, las revistas y la música y se produce una cierta desolación, la que transmiten los cuadros solos, como si la voz de Gil de Biedma –que nada tiene que ver ahí– les recordara que la vida iba en serio. Se alarga la exposición hasta concluir melancólicamente en el lienzo de Guillermo Pérez Villalta «Grupo de personas en un atrio o alegoría del arte y de la vida o del presente y del futuro» (1975-76). Son ellos.
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