Zaragoza
Reformas y derribos por Luis del Val
Recuerdo la campanuda voz de Fernando Fernán Gómez diciendo: «La gente se piensa que soy un hombre muy culto, pero es que hice un buen bachillerato». El excelente autor y actor estudió el bachillerato durante la Dictadura, donde había dos cosas que funcionaban bastante bien: el servicio de Correos y el Bachillerato. Es cierto que había una asignatura denominada «Formación del Espíritu Nacional», y, otra, Religión, que eran obligatorias, pero a nadie le negaron el título de bachiller porque le suspendieran en alguna de esas dos materias.
Los que luego harían ciencias terminaban sabiendo traducir un párrafo de la Guerra de las Galias, del latín al español, y los que harían letras sabían manejar una tabla de logaritmos y conocían a la perfección la diferencia entre un himenóptero y un ortóptero. Intuí que las cosas irían mal, cuando en las Cortes, un diputado de cuyo nombre no quiero acordarme, dijo que el latín era un idioma de derechas. Ya antes, en 1978, escuché ese adjetivo atribuido al eucaliptus. Reforma tras reforma, hemos logrado entre todos ser el país que más gasta en educación por alumno, y, a la vez, ostentar el mayor porcentaje de abandono escolar de toda la Unión Europea. Y cuando digo todos me refiero también a los profesores, que están ya como los pulpos, golpeados reforma tras reforma, pero que tienen algo más de responsabilidad que los obreros metalúrgicos o los criadores de reses bravas, y que cuando los veo manifestarse me producen una impresión parecida a la de ver a unos médicos, a los que se les mueren más enfermos que a nadie, saliendo con pancartas en contra de la enfermedad.
Estoy convencido de que los estudiantes tienen motivos para protestar. Pero me extraña que se opongan a las evaluaciones y las reválidas, porque ha sido esa ausencia de control del esfuerzo la que ha propiciado la llegada a la Universidad de dos generaciones que escriben con faltas de ortografía. En el bachillerato al que aludía Fernando Fernán Gómez había un examen de ingreso a los diez u once años, y no eras admitido si cometías una sola falta de ortografía o ponías mal dos acentos. Hablo del Instituto Goya, de Zaragoza, donde estudió el actual Director de la Real Academia Española, José Manuel Blecua, cuyo padre, siendo yo un mocoso de trece años, me enseñó a entender la «Vida del Buscón llamado don Pablos», porque entonces era catedrático de E.M., quien sería el mayor erudito y conocedor de Quevedo. Y la reválida (las dos reválidas) favorecían a los hijos de los obreros, que éramos los que mayoritariamente ocupábamos las aulas de los institutos, porque las clases acomodadas llevaban a sus hijos a exclusivos colegios privados. Y, luego, los alumnos de esos colegios, sin ninguna excepción, debían ser examinados por nuestros catedráticos y profesores en los institutos.
La vida es un examen y una evaluación constante. Cuando envío una novela, me la examina el editor y, después los lectores. En el trabajo nos examinan todos los días, y en la vida social, y hasta en la vida íntima, porque si bajamos la guardia puede que la persona con la que vivimos nos suspenda, y se marche. Hoy, se ha devaluado tanto la formación académica que una licenciatura equivale a un bachillerato de los de antes. Y eso favorece a los hijos de los ricos que pueden pagarse cursos posgrado a 18.000 euros. La igualdad de oportunidades no es que suspendan al hijo de un obrero, sino que quien tiene inteligencia y voluntad de estudiar lo pueda hacer con independencia de los recursos familiares. Y no sé cómo saldrá del Parlamento la reforma Wert, pero si la escuela española fuera un edificio lo que habría que hacer es proceder al derribo.
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