Zaragoza
Gutiérrez Mellado: El gesto que valió una democracia
Mañana se cumplen cien años del nacimiento de un militar clave en la Transición política española. Su imagen frente a los golpistas el 23-F pasará a la historia como el gesto de un gran militar demócrata. Hablan sus tres hijos, Ana, Luis y Manuel
Una instantánea resume su tarea al servicio de un país que caminaba hacia la democracia: en los albores de la sesentona, levantándose de su escaño durante el golpe de Estado del 23-F para pedir explicaciones a los golpistas y que pusieran fin a su insurrección. Pero, ¿cómo vieron esas imágenes –por supuesto al día siguiente, sin «youtube» que llevarse al paladar– tanto su esposa como sus cuatro hijos? «Aquella noche no pudimos ver ni saber más que el resto de los españoles –resume su hijo Manuel, economista hoy jubilado–, pero cuando las vi, al día siguiente, pensé después del susto: "Tengo un padre cojonudo"». Muchas veces, el general argumentó, quitando leña al fuego, que aquel día sólo hizo lo que le enseñaron en la Academia General. Humildades al margen, fue un gesto que resumió una trayectoria de lealtad de este hombre de perfil agudo, enormes gafas, bigote rayano en lo mosquetero y atildamiento casi británico.
Huérfano temprano criado por abuelos, «lo que le hace a uno muy duro –repetía–», y sin genealogía militar alguna, ingresó a los diecisiete años en la Academia de Zaragoza, de la que salió a los 21 años como teniente de Artillería y como número uno de su promoción. Luchó en la Guerra Civil, en el bando sublevado, sufrió prisión, se asiló en la embajada de Panamá y fue agente clandestino en la retaguardia madrileña. Quizá la historia no recuerde a todos, pero le señala a él como el único oficial profesional «del bando nacional» que logró escapar de aquel Madrid y regresar para desarrollar una peligrosa misión al servicio de información militar, el SIPM –que otros llamaron «quintacolumnismo»-... «Se sentía particularmente orgulloso de su actuación durante la contienda y pasó el resto de su vida activa obsesionado con que los españoles no volvieran a tener una guerra fratricida. Fue su gran preocupación», recuerda su hijo Luis, también economista y jubilado.
Ese mismo hombre, de instinto táctico, antes de convertirse en «rubio por dentro» –como sólo los estrategas británicos saben serlo– o ilustrar con claridad y concisión su bien ganado puesto de consejero permanente de Estado, vivió muchos momentos duros. Años de humo de cigarro, de plomo en las calles y «café para todos», en compañía del Rey y Adolfo Suárez. Tiempos de zarandeos políticos entre palmaditas y resquemores, en los que se movió con la habilidad de antaño e idéntico arrojo juvenil.
Por la mañana presidía el funeral de un compañero de armas abatido por el terrorismo y por la tarde acudía a una sesión. «Tuvo que soportar los ataques sistemáticos de otros compañeros desde dentro de la propia institución militar. Y, ahí, volvió a batir todo récord de resistencia – dice su hijo Luis–. Quizá para él fue lo más doloroso: que muchos ex compañeros, no comprendiesen que estaba intentando reconducir al Ejército. Y después, acometió la reforma militar. Era evidente en cada entierro de los años del plomo etarra, que le costaría sangre, sudor y lágrimas. Aunque lo dejó muy claro en su discurso de Valladolid antes de entrar en el Gobierno». «Pronunció una frase sorprendente para un militar –prosigue su hijo Luis-: que los ejércitos no están para mandar, sino para servir».
La gran reforma
Así era el hombre que junto a Díez Alegría constituyó la piedra angular en la que Don Juan Carlos y Adolfo Suárez se apoyaron para abrir las puertas de la democracia parlamentaria. «Algunos más también contribuyeron –matiza su hijo Manuel–, pero sí, ellos hicieron mucho. También es cierto que los españoles querían un cambio. Aunque no me quiero meter donde no debo. Y sin duda, los historiadores juzgarán si habría habido otros, pero lo verdadero es que ellos lo hicieron bastante bien». Nunca llevaba problemas a casa, pero la vez que más taciturno pudo verle su familia fue durante el secuestro de Oriol y Villaescusa por los Grapo. También tras los crímenes de Atocha... Pero siempre a posteriori. En casa se vestía el traje de padre y marido y –como resumen Manuel, Luis y Ana (a falta de la fallecida Carmen)– «unos días hablaba de política y otros no».
El cardenal Tarancón acometía de forma paralela otra gran reforma –el papel de la iglesia en los nuevos tiempos– en aquellos años convulsos. «Se llevaban bien –refieren los hijos del general–, aunque por casa no les veíamos. Eran más reuniones de despacho que amistosas». De igual forma, a Santiago Carrillo, en las antípodas de su ideología, siempre le percibió como un hombre «situado en el campo contrario, pero que se ganó todo su respeto, en tanto que la lucha de ambos era común». «Amigos –prosiguen–, lo que se dice amigos, no fueron. Las loas del ex dirigente del PCE tras su fallecimiento fueron lógicas, porque cada uno se respetó en su lugar durante la Transición. Es lo que cuenta Javier Cercas en su libro, y refrendo esa teoría».
De lo que no cabe duda es que fue un militar atípico. Supo convertir al Ejército vencedor de la Guerra Civil en el Ejército de la España democrática empujándolo, suavemente, hacia la democracia y luego realizó una reforma militar: la inclusión de los tres antiguos ministerios militares en un único Ministerio de Defensa; la imprescindible reforma y actualización de las Reales Ordenanzas, introduciendo en ellas la obligada fidelidad a la Constitución, la supresión de la censura previa para la expresión escrita de los militares, la prohibición de ejercer la política de partidos para los militares en activo, la articulación legal y funcional de la Defensa, situando el aparato militara las órdenes directas del Ejecutivo, dando cumplimiento al principio básico de la subordinación militar al poder civil.
Este menudo gran hombre, medio sajón en sus formas y muy de esta tierra en su fondo, que fumaba más de lo que debía, a quien le apasionaban los libros de historia, jugaba a brich –estrategias y literatura incluida–, le encandilaba el mus, era madridista y veraneó cuanto pudo en Cadaqués... ¡Resistió! Pero sin mover una pestaña, de espaldas al tablón de corcho y con algunos manostijeras arrojando cuchillos contra su silueta. Resistió y venció, porque modificó el curso de nuestra historia. Aunque siempre desde la sencillez, la humildad y la verdad, como cuenta su hija Ana –la mayor desde el fallecimiento de su hermana Carmen–. «Teníamos más libertad que muchos amigos. Sabía respetar y confiar. Era discreto, supervisor y un gran "ayudador", pero sin protagonismo alguno, ni como padre. Y en ello, también contribuyó mucho la discreta presencia de mi madre, en silencio y remando a favor de de lo consensuado en pareja».
No supo estar relajado ni en los últimos años de su vida. El hombre que le dijo a Umbral que pasó la juventud durante la dictadura de Primo de Rivera persiguiendo a chicas en los tranvías, y viendo las «leandras», uno de los grandes artífices de la democracia, tras su paso a la reserva, desarrolló una actividad en tareas filantrópicas, como convertirse en presidente de la Fundación de la Ayuda contra la Drogadicción, donde no cesó su tarea ni siquiera tras descubrírsele una grave afección cancerígena.
El fallecimiento del hijo de un gran amigo le llevó a involucrarse en el Plan Nacional contra la Drogadicción. Y no era de extrañar: siempre predicaba con el ejemplo –«también como padre», relatan sus hijos–. «Había procurado comportarse según lo que nos decía, para que no advirtiésemos ningún desacuerdo». Y su coherencia le llevó, con bombona de oxígeno por montera, a recorrer todos los medios de comunicación que le reclamábamos en defensa del colectivo toxicómano.
«Aquella noche, mi padre se jugó mucho; casi todo»
En el inconsciente colectivo de varias generaciones hay una imagen vívida e impresa a fuego: la del general Gutiérrez Mellado, la tarde del golpe de Estado durante el 23 de febrero de 1981, levantándose de su escaño para pedir explicaciones a los golpistas capitaneados por Tejero. Mientras él les ordenaba que pusieran fin a la sublevación, era zarandeado sin inmutarse ni conocer que una cámara grababa toda la secuencia. Intentaron tirarle al suelo, pero resistió.
Esta escena de varios guardias tratando de reducir –sin éxito– a un hombre de casi setenta años ha quedado impresa en la memoria de muchos españoles y simboliza la irreversibilidad del proceso democrático. Umbral contaba, acaso como una «boutade» que esa imagen estaba colgada en un pasillo del domicilio familiar de la calle Fortuny, con unas chinchetas... Acaso como metáfora de la poca importancia que le daba «el general» a un incidente del que pensó que sólo «hizo lo que debió». Su hijo Luis no recuerda dónde estaba aquella instantánea. «Sé que le regalaron fotos los cronistas gráficos de la época, pero dudo que la tuviera en un corredor de la casa». «No olvidemos que aquella noche, mi padre se jugó mucho. Casi todo. Y no creo que relegara el testimonio gráfico, a un rincón de la casa», concluye.
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