Arte, Cultura y Espectáculos
Español en Nueva York por Pedro Alberto Cruz Sánchez
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, la capital del mundo del arte se trasladó de París a Nueva York. Aunque evidentemente son muchos los factores que influyeron en este desplazamiento del principal centro de decisión del arte contemporáneo, hay uno que sobresale de manera especial: el protagonismo adquirido por la Escuela de Nueva York, germen del denominado expresionismo abstracto norteamericano. Pintores de la talla de Willem de Kooning, Jackson Pollock, Rothko o Barnett Newman fueron los encargados de reimpulsar un proyecto como el de la modernidad, plagado de incertidumbres a causa de los muchos síntomas de languidecimiento que mostraban los movimientos históricos de vanguardia. Y, en el núcleo mismo de este proceso de «restauración» del paradigma moderno, habitó durante años un artista español, Esteban Vicente, quien, lejos de limitarse a replicar sin más una serie de códigos expresivos de fácil venta en aquel momento, desarrolló un universo plástico muy particular, capaz de singularizarlo y de rivalizar con las propuestas de aquellos monstruos sagrados del arte del siglo XX.
Efectivamente, si hay algo que diferencia a Vicente del conjunto de sus compañeros expresionistas es el modo en que la cultura española pesa a la hora de definir su vocabulario plástico. De hecho, desde sus primeras composiciones abstractas –en el entorno de 1950– se aprecia una subordinación de la voluntad estética a un inagotable proceso de meditación existencial, traducido en forma de un sobrio dramatismo, desnudo de cualquier artificio o gesto adjetivador. El «dripping» y la «action painting» dejaron paso a un trabajo reflexivo de la materia, engrosada mediante densos empastes que convertían cada mancha de color en una presencia abrumadora e in-objetable.
Con el transcurso de los años, esta «humildad» de Esteban Vicente derivó en pinturas cada vez más sencillas –elementales, se podría incluso decir–, que le llevan, en ocasiones, a las inmediaciones del monocromo y, por tanto, del genial Rothko. A diferencia de la corta vida de muchas de las propuestas expresivas de la Escuela de Nueva York –abocadas pronto a un callejón sin salida y a su resolución autodestructiva–, la pintura de Esteban Vicente ha sabido evolucionar de una manera más paulatina y natural, ampliando continuamente sus límites lingüísticos y presentándose, a día de hoy, como unas de las extensiones más vastas de sensibilidad y ética creativa del arte español del último siglo.
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