Historia
Alegría tras el dramón shakespereano por Jesús MARIÑAS
El apuesto mozo, antaño con buena cabellera, se ha quedado calvo. Culpan a las gorras militares
Fue una boda de numerosos récords, pasará al Guiness. He aquí las cifras: dos mil millones de presuntos seguidores televisivos, más de siete mil periodistas acreditados, distribuidos en ocho puntos de la ciudad, sobre todo, en la Abadía Westminster y en el Palacio de Buckingham, y sesenta millones de beneficios, gracias al turismo después de gastarse 23 –¡vaya negocio!–. También tendremos un extra en la historia de la revista «¡Hola!», que sale a la venta esta misma tarde con 328 páginas, tan sólo treinta menos que las 360 que destinaron al enlace de Don Felipe y Doña Letizia. Las otras publicaciones del «cuore» –«Semana», «Diez Minutos» y «Lecturas»– también adelantan su salida cuatro días para centrarse íntegramente a reflejar la boda londinense obviando el enlace ibicenco de Carmen Morales o la reconocida santidad de Juan Pablo II. Esta boda real ya ha sido precisada y exaltada como el más significativo acontecimiento romántico del siglo, donde el príncipe Guillermo y Kate Middleton se dieron un público, y parece que innecesario, «sí, quiero» después de siete años de convivencia. Aunque este tiempo no les bastó para tener un conocimiento absoluto el uno del otro, ya que la sencilla alianza marital costó que entrase en el anular de la novia.
El cielo de la mañana amenazaba lluvia mezclada con rayitos de sol que calentaron a los dos millones de personas que abarrotaron el itinerario matrimonial por el que sobrevoló la sombra, casi tangible, de Lady Di. Su primogénito y clon es el futuro heredero al trono británico, eso sí, después de su padre, Carlos de Inglaterra. Tal es la opinión de los ingleses en una amplia encuesta que busca cuáles son las preferencias del pueblo con respecto a su próximo Soberano. Mantienen la tradición dinástica y no desean saltos que podrían resultar sobresaltos. El Príncipe Guillermo tiene la misma introspección de su infortunada madre, una persona neurótica con la mirada siempre baja, más tímida y miedosa que escurridiza. Hasta parece que incluso poseen idénticos reparos al amor, pese a estar tan admitido y ovacionado el del Príncipe por Kate Middleton. Sorprendió descubrir que el apuesto mozo, antaño de abundante cabellera, se ha quedado casi calvo. Lo atribuyen al uso, y hasta abuso, de las gorras militares.
Fue una boda de cuento e ilusión, un romance de los que ya no se llevan, muy diferente al de sus padres con tres en discordia. Diana de Gales sabía dónde se metía. Visto hoy, parece un dramón shakesperiano que no tiene nada que ver con el de su hijo. El mundo se rindió babeante ante la afianzada pareja y la novia recordó a Grace Kelly al lucir su vestido con cuerpo de encaje, cuello princesa –un poco como el que Pertegaz diseñó para la hoy Princesa de Asturias– y una falda de raso un tanto pesada, que provocó que su ancho vuelo cayera lánguido y poco aparatoso. La experta Rosa Clará encontró muy definidor de estilo el modelo de Sarah Burton para la firma Alexander McQueen. Lo remató con una diadema de Cartier estilo rococó herencia del duque de York que Isabel II prestó a su nueva nieta política, porque no están los tiempos para dispendios. En su día ya le corresponderá por derecho propio, otras joyas de la corona. Lástima que Kate eligiera un nada ostentoso, y más bien cutre, velo en tul sin bordados sólo hasta la cintura y únicamente enriquecido en el borde con una sencilla cenefa.
Fieles a historia y tradición, impusieron el chaqué, que desplazaron a los uniformes militares. Cundió la variedad, pero se vio una abundancia de los chalecos masculinos en tonos crema o huevo y hasta bastantes chisteras de siete reflejos: David Beckham la llevaba en su mano derecha, acaso como espejo reflejador de su esposa embarazada. De ahí su discreto modelo nada habitual al optar por un vestido blusón de tieso raso azul petróleo y un casquete al tono, que le caía sobre la frente, mientras la abundancia del resto de las pamelas, más o menos aparatosas, se inclinaban a la derecha por moda –de la que tanto sabe Michel Meyer–. Doña Letizia, por su parte, usó un favorecedor sombrero, más rosa fuerte que terracota, coordinado con la muselina plisada de bordados imperio ideado por Felipe Varela, zapatos de Magrit, bolso de boquilla y un tocado firmado por Pablo y Mayaya. Sorprendió, e hizo tocar madera, el abrigo amarillo de Isabel II que, por encima de supersticiones, impuso su real gana. También la gordura del conde Spencer, que asistió con su futura cuarta esposa, la corbata azul de Mario Testino, y el contraste de morados sobre amarillos de Elton John, siempre acompañado de su marido. La señora Major vistió de verde botella y los integrantes de los diferentes cuerpos militares sus coloristas galas, que rendían honores, y, a su vez, eran exaltados al recordar históricas hazañas bélicas. Los consideran héroes de la patria, a diferencia de nosotros, tan poco considerados y hasta deformadores de la memoria histórica. De ahí la gloria imperecedera del Imperio británico. Que Dios salve a la Reina.
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