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Cataluña

Manolete y Lupe sangre de posguerra

Él fue el ídolo de una España triste que se sentía libre en las plazas. A ella, la «serpiente», no la tragaban

Manolete y Lupe sangre de posguerra larazon

De Manolete siempre hemos sabido por los abuelos, como del «Gallito» o Domingo Ortega. El torero, con su mirada tan «señorita de Avignon», fue el único que trajo a nuestros antepasados el consuelo de una emoción o de una alegría que los levantara de los tendidos y les hiciera sentir otra vez pueblo, o sea, libres. El diestro, con sus faenas, su quietismo y su arrimo, hacía olvidar la grisura de aquella posguerra de cartillas de racionamiento y de patriotismo hortera –el del símbolo y eslogan fácil– que proliferó en esos años.

Los cosos se convirtieron, así, de manera involuntaria, en una cosa sediciosa, donde la alegría y la espontaneidad, tan enemigas del orden, estaban permitidas. Uno iba a la plaza para no almohadillar las calles a gritos y mostrar lo que sentía, aunque fuera en una corrida, sin que viniera nadie a detenerlo. La fiesta nacional se postulaba como el cinemascope hispano de los cuarenta. A Manolete lo que le falló fue un poeta que le escribiera una elegía. Sánchez Mejías tuvo a García Lorca y Miguel Hernández.

Se ve que no era un gran matador, pero caía muy bien. Como la guerra y los exilios se llevaron los ingenios, Manolete tuvo que contentarse con un pasodoble: «De “guerra” y “machaquito”,/ eres honra y tradición, / de tu tierra cordobesa,/ tú serás el mejor galardón./ Manolete, Manolete, / vive ardiente tu recuerdo en la afición / y el ejemplo de tu muerte / tiene el eco de tus tardes de valor». No es un ejemplo de literatura, pero menos da uno olivo. Su amor por Lupe Sino fue una rebeldía adolescente. La independencia del hijo que escapa del cortijón materno. Ella venía con toda la leyenda de Chicote, que era como el mito de Gilda, pero a lo español y con ojos verdes. Siempre la quisieron muy poco. La madre del diestro, la cuadrilla (que la apodó «la serpiente») y las gentes. Murió después de un fallido amor mexicano. Alguien le dedicó una necrológica donde no se mencionaba su nombre en el titular, pero sí decía de quién había sido novia.

Ahora en Cataluña van a abolir los toros, donde José Tomás, que es una especie de Manolete de hoy, suele lucirse algunas tardes. A uno no le gusta demasiado esta fiesta, pero menos aún le gusta que los políticos se metan a legislar donde no los llaman. Si las corridas tienen que desaparecer, que sea porque el público deje de ir y no por una sesión parlamentaria. Los diputados están para arreglar los cuatro millones de parados, que nos tienen la economía hecha unos zorros, que es para lo que se les paga. La cuestión hoy no es ya que vayan a prohibir los toros, sino qué van a prohibir después.

Islero truncó su carrera

En la baraja nacional no faltan astados célebres, los toros que por un motivo u otro forman parte del folclore, que es la cultura popular. Los hay como el de Osborne, esa publicidad silueteada que adorna los arcenes y que forma parte de nuestro paisaje tradicional, como los abedules o los campos sorianos. Pero hay otros, como Burlero, que mató al Yiyo, o Avispado, que se llevó por delante a Paquirri en Pozoblanco. El de Manolete fue Islero, un Miura de la época, que le cortó la femoral al entrar a matar. Era el año 1947 y el diestro no había culminado ni una década de éxitos desde que tomó la alternativa. A Lupe Sino, por cierto, se le impidió ver a su novio antes de morir.