Cataluña
El Estado Libre Asociado de Puerto Rico un modelo para Cataluña por Raúl Canosa Usera
Si ya a propósito del llamado plan Ibarreche se aludió al Estado Libre Asociado de Puerto Rico (ELA), de nuevo se menciona al hilo de las reclamaciones soberanistas planteadas por el nacionalismo catalán. No es, pues, la primera vez que el sistema político de la antigua colonia española sale a relucir y no sorprende que algunos se dejen seducir por una denominación para ellos tan atractiva, pero que rechazarían si conocieran el alcance verdadero de la actual situación política de Puerto Rico, territorio de los Estados Unidos desde la guerra hispanoamericana de 1898.
Para el Derecho Constitucional estadounidense Puerto Rico fue desde el primer momento, y sigue siéndolo, territorio no incorporado bajo la directa administración del Congreso de los EE UU, tal y como, con carácter general, establece la cláusula 2, de la sección III, del artículo IV de la Constitución de 1787. Sólo ha variado en el tiempo la manera en la que la tutela del Congreso ha venido ejerciéndose. Entre los instrumentos jurídicos señeros de esa administración, al principio típicamente colonial, cabe destacar la concesión unilateral a los puertorriqueños de la ciudadanía estadounidense, en 1917, y sobre todo la ratificación en el Congreso (no sin antes exigir algunas modificaciones) de la Constitución de 1952, aprobada por los puertorriqueños que no tuvieron, sin embargo, la posibilidad de optar o por la incorporación a la Unión o por la independencia. Se trató más bien de una dádiva, de una modesta autonomía supervisada por las autoridades federales, y no de un genuino poder constituyente. Se intentaba aplacar al entonces pujante nacionalismo puertorriqueño.
Desde 1952 no ha habido avances significativos en la descolonización definitiva, sólo intentos malogrados como el debatido en 1997, en la Cámara de Representantes de los EE UU. Se discutió entonces el llamado proyecto Young y, por primera vez, se consideró el reconocimiento a los puertorriqueños del derecho a la autodeterminación, abriéndoles la puerta a la independencia o a la integración en la Unión, mediante consultas respaldadas por las autoridades federales, que nada habrían tenido que ver con los referendos «criollos», convocados por las autoridades isleñas, y cuyos resultados no vinculan jurídicamente a la metrópoli.
En definitiva, el ELA –o Commonwealth en su versión inglesa– creado en 1952 no es fruto del ejercicio del derecho a la autodeterminación sino producto de una cierta autonomía, autorizada por el Congreso de los EE UU. Éste regula con libertad las relaciones entre la Federación y su territorio isleño, tradicionalmente una gran base militar ahora casi desmantelada. No hay, pues, pacto entre naciones libres ni cosoberanía, sino una insuficiente autonomía.
La carencia democrática y la impronta colonial del Estado Libre Asociado de Puerto Rico consisten en la aplicación incondicional, dentro de su territorio, de la Constitución federal y de las leyes federales en cuya aprobación los ciudadanos puertorriqueños residentes en la isla no han participado. En efecto, los puertorriqueños en la isla carecen de voto para el Congreso y tampoco ostentan voto presidencial, aunque las decisiones del presidente de los EE UU les afecten directamente. Hay que advertir, en honor a la verdad, que los puertorriqueños, en su condición de ciudadanos estadounidenses, si residen en algún Estado de la Unión,pueden participar en todas las elecciones que allí se celebren, incluida la presidencial. Es la residencia en la isla –un territorio no incorporado– lo que priva a los puertorriqueños de la posibilidad de ejercer derechos políticos a escala federal.
Por lo demás, la estructura institucional puertorriqueña reproduce el modelo tipo de los Estados de la Unión: un gobernador, un Congreso y un poder judicial encabezado por un Tribunal Supremo. En paralelo opera una organización judicial federal cuyas resoluciones son apelables ante los tribunales de la metrópoli, y actúa asimismo la Policía federal. Esta situación política, siempre dependiente, no ha impedido sin embargo a los puertorriqueños mantener su identidad cultural hispana: el español es el idioma abrumadoramente hablado por todos, aunque el inglés sea también lengua oficial. El ELA también ha consentido la creación de selecciones deportivas propias.
En Puerto Rico la sociedad está dividida a propósito de su estatus político: un sector importante del electorado –anexionista– desea la conversión de la isla en un Estado más dentro de los Estados Unidos; otro sector –nacionalista, pero autonomista– también significativo y que se alterna con el anterior en el Gobierno, apuesta por la actual situación pero mejorándola con un reforzamiento del poder isleño; por último, otro grupo influyente, pero que apenas llega al diez por ciento del cuerpo electoral, aboga por la independencia de la isla. Todos ellos, con pocas excepciones entre los del segundo grupo, consideran que el ELA está agotado y que si bien favoreció el desarrollo y el bienestar de los puertorriqueños, no es sino un eslabón en un proceso de descolonización todavía no concluido.
El panorama trazado es de un colonialismo atenuado, al punto de que algunos nacionalistas puertorriqueños consideran más digna la autonomía reconocida por España poco antes de la guerra hispanoamericana. Por todo lo explicado, el ELA no sirve, en mi opinión, como referencia de ningún tipo en el actual debate suscitado entre nosotros por quienes sugieren vínculos confederales para la vertebración territorial de España. Su invocación demuestra algo desalentador: nuestro desconocimiento sobre la verdadera situación política de una de nuestras últimas posesiones ultramarinas.
Raúl Canosa Usera
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense
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