Literatura
La Plasahpaña
Con varios años de retraso sobre el calendario previsto, y habrá que ver también con cuánto desvío presupuestario, se reinaugura la Plaza de España, un monumento señero que ha tenido no obstante el infortunio de ser glosado por poetas nada elevados: desde los hermanos Quintero a José Luis Perales. El haber sido concebida por Aníbal González, bien entrado el siglo XX, la privó de inspirar los versos (Gustavo) o los trazos (Valeriano) de un Bécquer, por ejemplo. Se agradece, con todo, que las manazas de nuestros actuales rectores se hayan limitado a restaurarla porque hay mil ejemplos en la ciudad de cómo se las gasta esta gente cuando les da un ataque de originalidad. Marco de los primeros botellones mediados los ochenta, la descomunal escalera que Jürgen Mayer ha perpetrado en la Encarnación la librarán de volver a convertirse en la meca del borrachuzo adolescente. Eso que sale ganando. La lástima es que no ha podido evitarse la reactivación de costumbres espantosas como las barquitas del foso, un dudoso placer que dotará al conjunto monumental de una pátina color sepia y un desagradable olor a rancio. Si, para colmo de desgracias, esas ratas con alas llamadas palomas siguen campando a sus anchas, varias generaciones de sevillanos revivirán allí sus peores pesadillas infantiles. Presuma un alcalde de moderno durante tres legislaturas para esto.
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