Gente
Seis feministas (y olé) que tendríamos que reivindicar
Lola Flores, Rocío Jurado, Sara Montiel y otras mujeres empoderadas
Fueron de feministas a su aire mucho antes de llegáramos a imaginar que aquellos vientos se iban a convertir en huracanes y tsunamis de queers, feministas amazónicas, feminazis, no binarios, terf, etc., para desembocar en una ley de libertad sexual parida en un ministerio de Igualdad repleto de muñequitas monteras e irenes, monjas de las mismas Iglesias, repetidoras de versos satánicos contra el imperio heteropatriarcal, anticapitalistas a la violeta disfrazadas de feministas (Valdeón dixit), que ha sido aprobada por unos ministros que ni tan siquiera la leyeron, quizá para evitar ponerse rojos de verdad.
Las que aquí van no leyeron Simone de Beauvoir ni entendieron muy bien aquello de “no se nace mujer, se llega a serlo” que dijo la francesa en un arrebato sartriano, pero fueron, son, mujeres poderosas (empoderadas, dirían ahora) que vivieron, viven, una gozosa libertad. Sus vidas fueron sus mejores pancartas.
Lola Flores
Una de las mujeres más libres que he conocido, tan libre que tuvo la audacia de reconocer públicamente (me lo contó a mí) que se había vendido en sus principios de gitanita descalza a un potente productor de cine porque estaba más que canina, necesitada. Habló antes que nadie de la violencia contra las mujeres y de la necesaria libertad sexual cuando a eso se le llamaba finamente relaciones prematrimoniales. También de la prostitución, siempre apoyando a las putas y cagándose en los chulos. Cuando enferma de cáncer le pregunté por qué no se operaba como la había aconsejado los médicos, me dijo: “A mí no me quita las tetas nadie, antes prefiero palmar que ser media mujer”. Ya pureta, tuvo un novio jovencísimo, bailarín, al que dicen que puso un bar en Sevilla.
María Jiménez
La cantante de la voz rota y de las faldas de larga raja, cantó las letras más fuertes con el franquismo de cuerpo presente. Madre soltera, su canción “Se acabó” fue uno de los himnos de los 70 y, como ella misma dice, tuvo la lengua más larga y la falda más corta que nadie. Para describirla con autenticidad, dije en una crónica que cantaba con el coño, y ella lo agradeció como un gran piropo. Su biografía se titula “Calla, canalla”, o sea, que ella ya estaba en el canallismo del burle y la noche, del trago y del folleteo, antes de que nadie bendijera el término. Ahora que ha resucitado como una Lázaro del flamenco-pop, dice que ha renunciado a las emociones fuertes y sentencia casi como una Camille Piglia: “Ya no tengo el chocho para ruidos”.
Carmen Sevilla
Tenía Fama de pacata, puritana y devota que iba del rodaje al reclinatorio, pero la realidad era otra. Malvendió gran parte de sus propiedades inmobiliarias porque Augusto Algueró le pedía dinero un día sí y otro también para vivir la noche sobre el verde tapete reclinado en las timbas de la ciudad. La que había negado su mano y todo lo demás a millonarios que en sus giras americanas la solicitaban con pedruscos y carretas de oro, a ricos como Cantinflas, al hijo del dueño de Televisa o a Lucho Gatica, terminó tiesa como la mojama cuidando ovejitas en la finca de su Vicente Patuel. Antes, cosa insólita en aquellos tiempos, le había dado la patada al popular músico Augusto Algueró, su primer marido, porque tocaba algo más que el piano fuera de casa. No quiso sufrir en silencio como una heroína de telenovela colombiana, me dijo. Hizo lo que quiso en secreto.
Charo López
Los comentaristas de la crónica social de aquellos tiempos nos hartamos de decir que era la Ava Gardner española, pero aunque fuera tan libre como ella en lo tocante a lo que se toca, no empinaba el codo con tanta desmesura como la norteamericana ni era tan aficionada a los toreros ni a los botones del hotel. Charo siempre tuvo sus gozos y sus sombras con elegancia. Ahora que Gracia Querejeta ha estrenado “Invisibles” con Emma Suárez, Adriana Ozores y Nathalie Poza haciendo un radical estriptís de sus neuras y obsesiones básicamente porque han dejado de importar a los hombres, recuerdo que hace muchos años, Charo me dijo en una entrevista algo que no he olvidado: “Querido, a partir de los 40 te vuelves invisible a los ojos de los hombres, ya no te mira ni Dios”. Quizá para luchar contra esa invisibilidad, alzó la pancarta del sexo con la obra “Tengamos el sexo en paz”. Hoy, más que una pancarta parece un ruego.
Rocío Jurado
La Más Grande fue como una ola en todos los sentidos, en sus pasiones y en los escenarios. Tan libre como para amar sin distingos. Tan de verdad como para cantar lo que casi nadie decía en un escenario: “Ya no siento nada al hacerlo contigo” o “Se nos rompió el amor de tanto usarlo” fueron gritos de guerra de mariquitas, travestis, lesbianas, queers, machistas en crisis y matrimonios en la puerta del juzgado. Rocío era la más versionada en los cabarets de ambiente y alterne de toda la España caliente y medio oculta, donde los chicos jugaban a ser chicas y los chicas a ser la Jurado, por lo menos la Jurado, aquel torrente con el escote más vigilado por la censura televisiva. Un día me dijo: “El feminismo se demuestra haciendo, con tu estilo de vida; yo lo demuestro también cantando”.
Sara Montiel
La que le hacía huevos con ajo a James Dean y Gary Cooper, la que escuchaba los consejos de Liz Taylor sobre como emplear con éxito las armas de mujer y a la vez librarse de los moscones de Hollywood que no te llevaban a ninguna parte, fue bautizada como La Bomba Latina en la Meca del cine, y al cabo de los años me decía: “Soy una bomba que aún no ha explotado, soy más revolucionaria que todas esas pijas que se visten de pobres en las manifestaciones”. Después de cuatro bodas y antes del funeral, cantaba en su disco “Atrévete otra vez” con la misma voz caliente que en “Fumando espero”: “Yo soy la que mando, lo tengo muy claro/ tú a mí me sirves sólo de esclavo. Te pasas de listo, te crees que soy tonta/ sólo eres un cuerpo de muy poca monta”. Podía cantar eso a ritmo de rap y luego fumarse un puro mojando la punta en whisky, como le había enseñado Hemingway.
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