Historia
Una decisión generosa
Nada obliga ni condiciona a Griñán a tomar la decisión que anunció ayer. Con todo su poder y autoridad intactos, ha adelantado que pone en marcha el relevo en la Presidencia de la Junta. Si hay algo que me gusta de él es que dice y hace cosas normales, aunque, por desgracia, parezcan excepcionales. En el discurso ante el Parlamento andaluz ha especificado que «cualquier servicio público, cualquier oficio, se anquilosa y envejece si no se produce a tiempo la incorporación de savia nueva, capaz de recoger el testigo y avanzar en la carrera. Lo mismo ocurre en política. Un proyecto político de largo alcance tiene que renovarse permanentemente». Y a continuación ha anunciado que no volverá a ser candidato para facilitar «el fluir lógico y deseable de las generaciones».
Está en la línea del regeneracionismo de Costa cuando escribió que «el único medio de hacer honor a nuestro pasado es poner punto final».
En política no son frecuentes gestos como éste. Ésa es una de las razones del alejamiento que muchos ciudadanos sienten hacia esta tarea que debe ser noble. Una persona con muchos trienios de servicio público cede el testigo para que siga con fuerza la carrera de relevos que es el compromiso político (claro que Pepe tiene la ventaja de que, como seguidor del Atlético de Madrid, está acostumbrado a que su reino no sea de este mundo).
Griñán ha sido coprotagonista de la historia política española desde la Transición y ahora, con una decisión política muy meditada y por razones vitales intransferibles, ha decidido cambiar de posición. Vaya por delante, como se habrá notado, que escribo sobre un amigo y un compañero. Compañero de ratos nunca perdidos, de lecturas, de conversaciones sobre cine y también, naturalmente, compañero de partido con quien comparto concepción del mundo y de la vida. Mucho más que un correligionario. Compartimos, por ejemplo, el compromiso de trabajar para que la vida trate con dignidad a todas las personas.
Tal vez quien sólo le conozca en su faceta pública no sepa de su capacidad para conversar y de su sensibilidad para la poesía. Recuerdo ahora las «veladas poéticas» celebradas en casa con un entrañable José Antonio Labordeta, que no sólo nos regaló su vozarrón, sino también libros de poemas de su hermano Miguel.
Quienes le conocemos le queremos, y hoy a mí me apetecía escribirlo porque comprendo y comparto las motivaciones nobles de su desapego por el poder.
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