Proclamación de Felipe VI
Un Rey en Estado de democracia
Los poderes del Estado –y el pueblo en la calle– sellaron ayer el relevo en la Corona de España en una jornada histórica que aunó solemnidad y emoción, conciencia de los retos del presente y esperanza en el futuro
Los poderes del Estado –y el pueblo en la calle– sellaron ayer el relevo en la Corona de España en una jornada histórica que aunó solemnidad y emoción. Con artículos de Manuel Coma, José María Marco, Abel Hernández, Lluis Fernández, Luis Alejandre, Reyes Monforte, Rafael de Mendizábal, Ángela Vallvey, Cristina López Schlichting, María José Navarro y Álvaro Redondo Hermida.
Siete en punto de la mañana. Los alrededores del Congreso son un hervidero de policías y periodistas. Una inmensa nube de informadores colapsa la madrileña calle de Zorrilla, núcleo central del control de acceso a la Cámara y perturba el ejercicio mañanero de los vecinos. Es la hora en que muchos hacen «footing» o montan en bicicleta, pero la cosa está complicada. Un nutrido grupo de turistas asiáticos, residentes en los hoteles del Eje Prado-Recoletos, se apresuran a coger sitio con sus cámaras de fotos. No todos los días se proclama a un Rey de España y nadie quiere perder comba. La gente se pone algo nerviosa, entre perros guardianes y metralletas en mano. «¿No se puede relajar un poco la seguridad?», preguntan algunos curiosos. De ninguna manera, responde un inspector jefe, sin titubeos. «Tenga usted en cuenta que aquí está hoy todo el poder del Estado».
Muy cierto. En un acto sin precedentes, bajo unas medidas de seguridad excepcionales, las Cortes Generales y todas las altas instituciones del Estado acogen el juramento del Rey Felipe VI. Poco antes de las ocho, el presidente del Congreso, Jesús Posada, todo un profesional, supervisa los últimos detalles. Es la primera vez en la historia de España que se produce un relevo en la Corona con tales características. La primera, también, de un Monarca constitucional en periodo completo. Posada recuerda que su padre, Don Juan Carlos, prestó juramento hace treinta y nueve años ante las Cortes franquistas. Su hijo lo hará de modo bien diferente. Con una democracia consolidada, aunque en medio de retos complejos y desafiantes. Es la Monarquía renovada de un tiempo nuevo.
Con sus mejores galas iban unos y otros llegando. Entre las diputadas más madrugadoras, las populares Carmen Quintanilla y Carmen Álvarez Arenas. Esta última, hija del Teniente General José Félix Álvarez-Arenas, último ministro del Ejército con Arias Navarro, lo recordaba emocionada: «Mi padre recibió a Don Juan Carlos en el año setenta y cinco como Capitán General de Madrid, y yo, su hija, estoy aquí en la proclamación de Felipe VI». A esto se llama una lección de historia de España. Acto seguido, varios secretarios de Estado ocupan sus puestos, justo encima de la tribuna donde se sentarán los familiares de Doña Letizia. En una, su madre, Paloma Rocasolano, y sus dos abuelos. En otra, su padre, Jesús Ortiz, y su esposa Ana Togores. Para ellos tuvo la ya Reina de España gestos cariñosos, con tiernas miradas y un discreto saludo con la mano tras el solemne himno nacional.
Mariano Rajoy, solemne y atento. Los ministros, todos en sus puestos. Muy elegantes Soraya Sáenz de Santamaría, Ana Pastor y Fátima Báñez. Con kilos de menos, Soria y Margallo. El titular de Exteriores es de los favoritos entre los periodistas, por su conocida locuacidad. «Pues hoy no hablo, es el día del Rey», les espetó a cuantos demandaban un titular. En el PSOE, la cosa estaba clara. Alfredo, calladito. La otra Soraya, Rodríguez, en unos tacones de vértigo. Y la atención en el patio entre Pedro Sánchez y Eduardo Madina. Cada aspirante, con su grupo, rodeados de adeptos, detractores y demás parroquia. Hasta que llegó José Bono: «Me llevo muy bien con los dos, que quede claro», aseguró el castellano-manchego, ex presidente del Congreso, a quien todos en la Cámara Baja le recuerdan con afecto.
Antes de la llegada real, el morbo estaba en la llamada Tribuna de Honorables. O sea, los presidentes autonómicos y los ex jefes de Gobierno. Entre los «barones» territoriales, en animada conversación, el gallego Alberto Núñez Feijóo, el madrileño Ignacio González, la andaluza Susana Díaz y el lendakari vasco Íñigo Urkullu. Muy formalito, más serio que un ajo, ocupó su puesto sin rechistar, hasta que llegó Artur Mas y se montó el numerito. El canario Paulino Rivero tuvo que cederle su puesto junto a Feijóo y Urukullu, por el orden de aprobación de los Estatutos. El catalán cumplió su objetivo: llegó el último, fue cicatero en los aplausos y se marcó unas declaraciones críticas. Era lo previsto, decían la mayoría de diputados, mientras su portavoz en Madrid, Josep Antoni Durán i Lleida sí aplaudió el discurso del Rey, a diferencia de otros dirigentes de CIU y el PNV.
El fervor llegó con los Reyes, recibidos con tres largos minutos de ovación. Bajo una mezcla de simbolismo institucional y emoción familiar. Sin ninguna duda, las dos personas más emocionadas, sin poder disimularlo, fueron las madres de Felipe y Letizia: Doña Sofía y Paloma Rocasolano. La primera no pudo contener las lágrimas ante las palabras de su hijo y la enorme ovación de los diputados en pie. Un homenaje nunca visto en el Parlamento. La segunda llegó con discreción junto a su anciano padre, a quien acariciaba el rostro y explicaba el acto. Con un traje en satén gris, no paró de dirigir sonrisas a su hija, y sobre todo a sus nietas, Leonor y Sofía, a quienes fotografiaba desde el móvil. A su lado, la abuela paterna asturiana, Menchu Álvarez del Valle. Mucho más serio y contenido, en la tribuna anexa, su ex marido y padre de la Reina, Jesús Ortiz. Encima de ellos, los llamados notables del Toisón, es decir, personalidades con la más alta condecoración real, como Enrique Iglesias, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, y el ex ministro y comisario europeo Javier Solana.
Felipe, Aznar y Zapatero, en su sitio, estupendos. En pie y con aplausos, cuando debían. Para Felipe González, el discurso del Rey fue «muy correcto, en el fondo y en la forma». José María Aznar, más parco en palabras y del brazo de una esplendorosa Ana Botella vestida de rojo se limitó a decir que «todo muy bien». Y José Luis Rodríguez Zapatero lo definió como «directo y valiente». La mayoría alabó la alocución real, uno de los que más, Alfonso Guerra. El más veterano de la Cámara opinó que «ha sido un buen discurso, contundente, con alusiones a la crisis económica, al deterioro de las instituciones y a la defensa de la ejemplaridad y la ética». Todo un gesto muy comentado, frente a la corrupción y la desafección ciudadana hacia la clase política.
Similar opinión compartían los tres «padres» de la Constitución, Miguel Herrero de Miñón, José Pedro Pérez Llorca y Miguel Roca. «Ha dicho lo que debía y podía decir,; a un Rey no se le puede pedir lo que no puede hacer», señalaban los patricios constitucionales, sentados junto al presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Blázquez; el presidente de la CEOE, Juan Rosell; el director del Instituto Cervantes, Víctor García de la Concha, y otros historiadores y académicos. Fue en este grupo donde tal vez se hizo el mejor análisis del discurso: adquiriendo la gravedad del oficio, consciente de la tremenda responsabilidad que asume. Lo que los clásicos llamaban «en gracia de Estado», decían en alusión a la fórmula de entrega y servicio generoso que hicieron suyos los Reyes de Castilla y Aragón, forjadores de España.
Esa «gravedad» se le notó a Don Felipe en su voz, muy emocionado, a veces quebrada y con una profunda sensación de saber lo que le espera. Su fe en la unidad de España, que no uniformidad, rica y diversa. Su recuerdo a las víctimas del terrorismo. Su lamento por la crisis económica y el paro. Su llamada los jóvenes. La mirada húmeda hacia su madre y sus besos, cómplices y amorosos, con Doña Letizia presidieron un acto que osciló entre lo institucional y lo humano. Entre la nueva Monarquía, los retos del futuro, el compromiso con España y el patriotismo de sus culturas y lenguas. Como muestra, acabó sus palabras citando a Machado, Espriu, Aresti y Castelao, algo que revolvió en su asiento a Artur Mas y le hizo elevar el ceño. Parece que siempre anda enfadado, comentaban otros presidentes territoriales.
Con la gran cita de Cervantes sobre la bondad del hombre, Don Felipe cerró sus palabras en castellano, catalán, euskera y gallego. La Cámara era un clamor. La Reina Sofía, la Infanta Elena, su sobrino Froilán, Constantino y Ana María de Grecia y los duques de Calabria aplaudían en su círculo familiar. Los padres y los abuelos de Letizia, también, sobre todo Paloma Rocasolano, con intensidad. El Gobierno y todos los grupos, a excepción de algunos de CIU y el PNV, a rabiar. Los ex presidentes, igual. Y los autonómicos, similar, menos los llamados «caras largas». O sea, Urkullu y Mas, que se limitaron a lo que alguien llamó un «cicaterillo toque de dedos». Pero no lograron empañar un día para la Historia. España estrena un nuevo Rey. No en estado de gracia, porque aún le queda mucho por hacer y por ganar. Pero sí en esa otra forma de Estado, inherente a la Corona de sus antepasados. El mejor legado de su padre.
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