Jorge Vilches
El Fiscal fiscalizado
A García Ortiz habrá que, como al personaje de Quevedo, sacar al demonio de dentro para que diga la verdad
Va a ser muy difícil que los españoles no piensen que partió de Moncloa la orden para que el fiscal general del Estado (presuntamente) filtrara un email particular para perjudicar a Ayuso. Y más complicado todavía que no crean que la decisión no salió de un “sujétame el cubata que esta tía (por Ayuso) se va a enterar”.
En el imaginario común, tan dado a la escenificación, aparecen Sánchez y García Ortiz hablando por teléfono, o peor, a través de Whatsapp. El primero, mandando, el segundo, presto a obedecer. En su memoria está la famosa foto del aniversario del reinado de Felipe VI, en junio de 2024, con Sánchez de espaldas, Begoña sonriendo a cámara, Armengol ocupando espacio, y García Ortiz ofreciendo su mano al Señor. Esta imagen casa perfectamente con el demoledor auto del Tribunal Supremo sobre el fiscal general.
No habrá relato ni ley que impida esa asociación en la mente de la gente corriente. A esa figura le seguirá una concatenación de ideas simples. García Ortiz (presuntamente) actuó como una pieza más del Gobierno y del PSOE para ayudar a Sánchez.
Con eso, el fiscal general rompió los principios de legalidad e imparcialidad que deben adornar a dicho cargo en el trato igualitario de los españoles.
Porque cualquiera sabe que si González Amador no fuera pareja de Ayuso, sino un personaje anónimo, el fiscal general no se habría molestado en cometer (presuntamente) un delito.
El mortal votante considerará, además, que Sánchez lo anunció al decir que el fiscal general depende de él, que (presuntamente) trabaja para hacer la vida más fácil a Sánchez y a los buenos sanchistas.
Bueno, no a todos, porque el contribuyente ve a Ábalos como un pobre desgraciado al que se ha dejado caer pronto para que la corrupción no salpique muy arriba.
Ya lo dijo el ex ministro: la "Justicia no es igual para todos", para todos los sanchistas, quería decir. Porque en su caso no se ha oído al fiscal general ni a ningún abogado del Estado defendiendo el archivo, ni a Bolaños hablando de bulos, ni la orquestación de la opinión gubernamental sincronizada.
En cambio, el español ordinario sabe que el fiscal general (presuntamente) borró el móvil cuando la UCO iba a empezar la investigación de su actividad, actuando como cualquiera que quiere impedir que le pille su pareja en una infidelidad. Esta es una figura cotidiana, de serie barata, fácilmente imaginable por los electores.
Por eso, a los ciudadanos les pareció un chiste que saliera Sánchez a decir que no existían pruebas y que había que pedir perdón a García Ortiz. Enternecedor si no fuera por la precipitación, porque la UCO, tras ser insultada comunicó a los españoles que no se preocuparan, que tenían medios para rastrear los mensajes y llamadas borradas.
El asunto, además, llama la atención del español cansado; y eso que la fatiga que proporciona la celeridad de las noticias judiciales y de corrupción que causa el sanchismo marea a todo quisque. Entretiene porque es un caso inédito en la historia de la democracia española, esa misma que empieza en 1977.
Hasta ahora nuestros sufridos compatriotas habían presenciado un gran abanico de cargos públicos distrayendo dinero que graciosamente caía en sus bolsillos o en paraísos fiscales, como el Pujol con el que se fotografía Salvador Illa.
Los han visto de todo tipo, incluso a unos que fueron condenados por los ERE de Andalucía y “amnistiados” por el presidente sanchista del Tribunal Constitucional. Nos faltaba el perro verde, el alguacil alguacilado, el fiscal fiscalizado, al que, como al personaje de Quevedo, habrá que sacar al demonio de dentro para que diga la verdad.
No hablamos de un caso de corrupción corriente, de coge el dinero y corre, sino de una (presunta) corrupción institucional. El fiscal general (presuntamente) no lo ha hecho por dinero, sino cumpliendo órdenes de arriba o por iniciativa propia para agradar en Moncloa que, según los wasaps del ingenuo Lobato, conocía de sobra el asunto.
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