Tras las elecciones vascas
La cara dura de ETA
La presidenta de Covite asegura que nada satisface más a un maltratador que acusar a su víctima de ser una paranoica
Mi hermano Gregorio Ordóñez solía decir que ETA era la «cara amarga» de la violencia y Herri Batasuna la «cara dura». Qué razón tenía. Hoy, los líderes de EH Bildu siguen siendo esos «caraduras» de los que hablaba mi hermano Gregorio: le deben todo a ETA, pero a la vez viven, y nos quieren obligar a vivir, como si ETA nunca hubiera existido. Exhiben a los asesinos como si fueran héroes cada vez que tienen una oportunidad de hacerlo, pero a la vez se ofenden cuando se les recuerda su profunda vinculación con esos asesinos. Abren la precampaña electoral diciendo que ETA fue un «ciclo político», presentan su cartel con esa E que podía recordar –o no, dentro de una ambigüedad muy bien calculada– a la forma de la serpiente y el hacha del anagrama de ETA, y terminan presentándose como víctimas de una campaña política y mediática. Una campaña que seguramente la propia izquierda abertzale quiso provocar para poder hacer dos cosas complementarias: reivindicar a ETA y su legado, con ese guiño sutil a su estética, y a su vez decir que ya está bien de utilizar a ETA en contra de la izquierda abertzale. Los asesinos y sus cómplices siempre se han considerado víctimas y han procurado convencer de ello a los demás. A veces, por desgracia, lo consiguen.
El último ejemplo de este maltrato moral lo hemos vivido la semana pasada, a pocos días de las elecciones vascas. El periodista Aimar Bretos preguntó a Pello Otxandiano si ETA fue una banda terrorista y éste se negó a calificarla como tal. Ante el revuelo generado por sus declaraciones, Otxandiano no tardó en pedir perdón por si sus palabras «habían ofendido» a las víctimas de ETA. Situó así la responsabilidad de la ofensa en sus víctimas sin renegar de aquello que verdaderamente resultó ofensivo: el contenido de sus palabras. A mí no me sorprendió su respuesta, dado que en varias comparecencias parlamentarias he preguntado a los líderes de
EH Bildu si creen que matar estuvo mal, y nunca han sido capaces de contestar ni siquiera a esa sencilla pregunta.
Estoy segura de que mientras muchos calibraban si las declaraciones de Otxandiano fueron cobardes, torpes o un fallo de cálculo, los estrategas de la izquierda abertzale se reían a carcajadas. Las dudas y los constantes análisis para ver si en sus declaraciones hay algún resquicio de condena de su complicidad con el crimen provocan que logren su objetivo: hacer tambalear el universo de referencia moral de su víctima, en este caso la sociedad vasca. Nada satisface más a un maltratador que acusar a su víctima de ser una paranoica, de imaginar cosas que no existen o de exagerar la realidad. De ser ella, en definitiva, el verdugo. Esta producción abusiva y ofensiva de lenguaje ambiguo y calculador, de realidades aparentemente contradictorias pero compatibles y complementarias –trabajar por la paz y la convivencia mientras se defiende a los asesinos y se desprecia a sus víctimas– lleva el sello del maltratador psicológico profesional. Así es la izquierda abertzale. Así ha sido siempre. Y así han conseguido convencer a gran parte de la opinión pública de que, en efecto, han hecho grandes aportaciones «por la paz, la convivencia y por el reconocimiento de todas las víctimas» sin tener que renunciar a legitimar el terrorismo de ETA, del que tan orgullosos se sienten. Los resultados de este siniestro experimento sociológico–moral de gran calado son un apoyo electoral cada vez mayor en la sociedad vasca. Y también una legitimidad cada vez mayor en una parte de la sociedad española.
Ahora bien, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Nuestros gobernantes, tanto del PSOE como del PP, tienen una enorme responsabilidad en esta gran farsa. Cada vez que repiten que ETA ha sido derrotada por el Estado de derecho, dejan al descubierto el enorme déficit democrático que ha dejado este sucio final. Nunca una derrota proclamada de forma tan rotunda ha resultado tan poco visible y tan amarga. Nunca ETA y todo su universo social y político estuvieron más débiles que durante el breve periodo en que estuvieron ilegalizados. Ahí sí estuvimos a punto de derrotar a ETA con el Estado de derecho. Por eso la primera exigencia de ETA para dejar de matar, durante la negociación con el Gobierno de Zapatero, fue que se legalizaran sus brazos políticos. Que se revirtieran las sentencias de ilegalización de Batasuna y todas sus marcas que habían emitido la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. «Esto lo arregla el Tribunal Constitucional», dijo, con todo descaro Zapatero, y vaya si lo arregló. Se legalizó a EH Bildu y a SORTU sin exigirles la condena de su pasado criminal y la renuncia a legitimarlo. Ese es el pecado original del blanqueamiento de ETA y de la izquierda abertzale. De aquellos polvos, estos lodos. Un blanqueamiento que no solo no se ha revertido, sino que se ha consolidado. Lo comprobamos elección tras elección.
Sin duda, lo mejor que ha pasado en la historia reciente de nuestro país es que ETA haya dejado de matar. Pero no les debemos nada por ello. La deuda, en todo caso, es con las víctimas, que somos quienes hemos pagado el altísimo precio por esa paz con la construcción de esta gran impunidad social, política, histórica, e incluso judicial de nuestros verdugos.
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