Editorial
Lo peor de la política; lo mejor de la sociedad
Son, de nuevo, dos Españas, la honorable, solidaria y desprendida que anhela la gente del común y la cicatera e impostora a la que no le ocupan los muertos ni los vivos
En todas las situaciones críticas para la nación, el Rey ha ejercido el liderazgo social que los ciudadanos necesitaban en instantes traumáticos y desesperados. Don Felipe ha apelado a «todos» a «permanecer unidos en la ayuda y apoyo» para «superar» esta embestida de la naturaleza que nos ha empujado al abismo en la Comunidad Valenciana y Castilla-La Mancha, especialmente, y a la nación en su conjunto. La cohesión, el cierre de filas, el aparcar la batalla partidaria para atender esta emergencia nacional y socorrer a las víctimas es hoy la única obligación para todo responsable público. En la peor catástrofe natural del siglo para nuestro país y una de las más devastadoras de la historia, no hay cabida para particularismos ni dobleces en busca de absurdas y mezquinas ventajas en el barro ideológico. O no debería. Son horas de dolor y muerte, en las que no se atisba el final, con alertas en nuevos territorios. Todos debemos dar lo mejor de nosotros mismos, sin escatimar esfuerzos, con la generosidad y el compromiso que la urgencia nos demanda. Cada uno en su cometido y su competencia. La condición humana y la talla personal se ponen, por supuesto, a prueba y con ella la escala de valores que nos define y nos califica ante los demás en los instantes más oscuros cuando las salidas se apagan. Una parte del poder político, con el Gobierno a la cabeza, ha mostrado en escasas horas la cara más deleznable y deshonesta de un servidor público. Mientras miles de compatriotas luchaban por su vida, y decenas la perdían, el sanchismo aprovechó la distracción que causó la conmoción para, a la carrera, apropiarse de RTVE con su cohorte de comisarios, imponer nuevos gravámenes a los españoles y mercadear con el impuesto a la banca ilegal como un nuevo privilegio al País Vasco. En paralelo, con una exhibición de desahogo sobrecogedora, el socialismo se autoimpuso una suerte de ley del silencio de tres días sobre toda clase de mención política con la que, además de no responder por las barrabasadas cometidas en el Congreso durante las primeras horas de la tragedia, se blindaban ante las preguntas más incómodas sobre la corrupción o el caso Errejón, al tiempo que, parapetados tras el luto, esparcían basura y bulos contra el presidente Mazón y el PP. El arrebato de dignidad y la sobreactuación de los ministros en la jornada de ayer resultó el culmen del fariseísmo por los mismos que, pisoteando la congoja, asaltaron la televisión pública y los ahorros de los españoles. Al contemplar con emoción la respuesta de los ciudadanos de a pie, los servicios de emergencia y salvamento, cuerpos de seguridad, bomberos, sanitarios, empresas y esos alcaldes, concejales, diputados anónimos que, sin descanso, tienen la mente únicamente puesta en el auxilio del prójimo, entendemos la desafección que provoca el exhibicionismo de la indecencia política. Son, de nuevo, dos Españas, la honorable, solidaria y desprendida que anhela la gente del común y la cicatera e impostora a la que no le ocupan los muertos ni los vivos.
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