Opinión
Benedicto XVI, un faro moral irrepetible
Con él desaparece no solo un Papa de la Iglesia católica, sino el mejor teólogo del siglo XX y, por tanto, uno de los intelectuales de referencia
En palabras sentidas de su secretario histórico, el arzobispo Georg Gänswein, Benedicto XVI era desde hacía años, azotado por la edad y la enfermedad, «como una vela que se apaga lenta y serenamente». El Papa Francisco alertó al mundo, pero sobre todo a esa comunidad de creyentes que siempre tuvo en su magisterio una referencia extraordinaria en un mundo cada día más huérfano y desorientado. Joseph Aloisius Ratzinger ha muerto a los 95 años de edad y con él desaparece no solo un Papa de la Iglesia católica, sino el mejor teólogo del siglo XX y, por tanto, uno de los intelectuales de referencia en el mundo actual más allá de las fronteras del hecho religioso. Su hondura espiritual, su rectitud como investigador y su honestidad como el colaborador más estrecho de Juan Pablo II, santo de la Iglesia y uno de los más relevantes papas de la historia, se tradujo después en el pontificado del diálogo entre la fe y la razón, el papado de una Iglesia que, sin renunciar a sus principios doctrinales en modo alguno, tuvo la suficiente sabiduría y lucidez para presentarse al mundo de hoy como el referente social imprescindible en una sociedad que marcha a la deriva cuando da la espalda a Dios y, por tanto, al humanismo cristiano en el que se asienta nuestra civilización.
Con seguridad, como ocurre en más ocasiones de las que nos gustaría cuando nos apresuramos y nos ceñimos apenas a la superficialidad y lo anecdótico, habrá quien se limite a situar a Joseph Ratzinger en los anales de la historia como el pontífice que renunció al ministerio petrino por una falta de fuerzas insuperable, obviando a su vez que nunca se apeó de la Cruz en toda su intensa biografía, tampoco en el peregrinar postrero por este valle de lágrimas. Ese reduccionismo tan inopinado como absurdo prefiere pasar por alto hasta desdeñar la entrega impagable de un pastor global que durante sus ocho años al frente de la barca de Pedro tuvo que hacer frente a no pocos desafíos, afrontando la implosión de la lacra de los abusos sexuales e intentando poner coto a las enquistadas corruptelas curiales en procesos tan arduos como dolorosos para un pastor que supo sobreponerse. Precisamente esta serenidad perseverante y categórica ha sido la norma de conducta que ha trasladado y que ha guiado estos casi diez años de retiro contemplativo, en los que se ha convertido en un ejemplo de humildad y sencillez en la vejez, a la vez que ha sabido erigirse en un colaborador fiel y leal de Francisco en un contexto inédito de convivencia entre dos papas en la cúspide de la fe.
Todos estos rasgos hablan, en términos confesionales, de una santidad manifiesta de manos de un hombre que dedicó su vida entera a Dios desde el servicio a la Iglesia, pero también a una humanidad que se queda hoy huérfana de un faro moral irrepetible.
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