Opinión
Pelé y el niño más feo del mundo
Los aficionados al fútbol del último medio siglo se han dividido básicamente en dos grupos: los devotos de Maradona y los adoradores de Pelé
Admitía Juan Carlos Aragón en un cuplé de su chirigota Kadi City (1997) los debates bizantinos entre las dos filas de componentes de la agrupación, los vocalistas y los músicos: “Nosotros los de delante somos católicos y fachorros. En cambio, los de detrás son de Izquierda Unida y fuman porros”. Empezaban a relatar una retahíla de posturas irreconciliables hasta llegar a una cuestión en la que se alcanzaba el acuerdo en un segundo. “Hoy por hoy, Paquirrín es el niño más feo que hay en el mundo”.
Los aficionados al fútbol del último medio siglo se han dividido básicamente en dos grupos: los devotos de Maradona y los adoradores de Pelé, es decir, quienes se rinden al dato incuestionable de los tres títulos universales ganados por el brasileño frente a los que no conocieron escalofrío más orgásmico que la obra de arte regalada por el argentino en México. Como en un guiño macabro, pero altamente significativo, la efeméride de la muerte de ambos astros coincidirá para siempre con las fechas en las que se celebraba el Mundial más oprobioso de la historia, este torneo en el que los dueños del fútbol han esclarecido definitivamente su escala de valores: “Hoy por hoy, Infantino es el dirigente más indigno que hay en el fútbol”.
O Rei ha abdicado, a lo peor, porque no soportaba este Mundial otoñal que ha interrumpido el curso natural de las temporadas para que pueda celebrarse en el cortijo de unos sátrapas escasamente presentables para deparar “un fútbol de aficiones disfrazadas en las gradas, de nacionalismo barato y de un patrioterismo digno de sociedades poco desarrolladas”, como ha denunciado el periodista Rafa Pineda.
Los mayores, en nuestra tranquila capital de provincia, nos hablaban de una leyenda bautizada como Edson Arantes do Nascimento que un remoto día del verano de 1959 había venido con el Santos a jugar un partido a la ciudad. No se era nadie en Sevilla si no se había visto torear a Manolete en La Maestranza ni jugar a Pelé en Heliópolis, en un partido contra el Betis que no tuvo nada de amistoso y que empezó a las once y media de la noche porque la Federación Sur no permitió que coincidiese con un torneo oficial de juveniles. El genio marcó, el local Areta hizo un doblete y Pepe empató para los brasileños, gol que le costó un botellazo. Llamó la atención que el equipo visitante no se marchase al vestuario en el intermedio, durante el cual se sentaron sus futbolistas a descansar sobre el césped. Existe una fotografía borrosa del niño prodigio, que aún no había cumplido los 19, chupando lo que parece un gajo de limón.
Sin embargo, para mi generación crecida en los ochenta Pelé será siempre el simpático Luis Fernandes, autor de la tijereta (el Perú se jodió cuando el periodismo empezó a decir “chilena”) más famosa de la historia del cine en “Evasión o victoria”, la película de John Huston en la que forma una alineación de ensueño con Bobby Moore, Oswaldo Ardiles o Kazimierz Deyna, entre otros, reforzados por actores como Sylvester Stallone y Micheal Caine. Aprendió a hacer malabarismos en Trinidad, con las naranjas, su táctica favorita era zigzaguear por todo el campo hasta meterse con el balón en la portería y prefiere terminar el partido, aun con el brazo en cabestrillo, a fugarse por las alcantarillas. La Marsellesa que canta el público cuando van a lanzar el penalti final es casi tan emocionante como la de “Casablanca”.
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