Morante corta las calles de Sevilla en una Puerta del Príncipe histórica
El de La Puebla logra la segunda Puerta del Príncipe de su carrera al cortar dos orejas y rabo del cuarto; el último matador en hacerlo fue Ruiz Miguel en 1971
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Es difícil cerrar un cartel más rematado si pensamos en la calidad del toreo, en la calidez de las embestidas, en la huella de la Tauromaquia. Los hay interesantes, este era de asistencia obligatoria, a pesar de que rozábamos los cuarenta grados y estar al sol en Sevilla suponía también una heroicidad no apta para todos los cuerpos. Morante volvía después de haber hecho el toreo. De haberlo colocado en el sitio exacto y cómplice absoluto con los antecesores más relevantes de su Historia, como lo fue Joselito El Gallo. Lo que ocurrió después rebasó los límites. Dos tiempos diametralmente diferentes se reunieron en el mismo sitio y a la misma hora cuando se puso a torear al primero. El toro se rebrincaba en la capa de Morante, que iba tan despacio, tan de seda, tan dibujado que parecía imposible. El animal le pasaba tan cerca que reducirse en los tiempos fue como si en alguna verónica se le amontonara el cuerpo (del toro). En la muleta pensamos que algo que se le pareciera al día anterior podía ocurrir, pero el toro incierto al tercer muletazo, se apagó pronto y así los sueños.
La faena de Diego al complicado segundo, que hizo pasar un infierno a la cuadrilla por esa manera de arrollar, fue para profesionales. El toro tenía muchos matices y todos complejos. No humillaba y apretaba. Diego le hizo las cosas con la sinceridad de tener un toro extraordinario delante y una amplitud de recursos de quien lleva muchos años en esto y ha estudiado el toreo. En el pinchazos al toro se le destapó la inmensa mansedumbre que llevaba dentro.
Si pensábamos que habíamos visto todo con la capa llegó Juan Ortega, ausente de Madrid, y acabó con el cuadro. Es difícil explicar cómo toreó Ortega de despacio por verónicas porque era inverosímil. Hubo una de muerte lenta, pasión brava, deliciosa. Así los delantales. Morante quitó rabioso por chicuelinas y replicó Ortega a la verónica. Un recital en honor de Curro Romero que ocupaba una grada. A él lo brindó y ovacionaba todavía Sevilla. Despacio toreó Ortega después exprimiendo las últimas arrancadas que le quedaron al animal tras el clímax capotero. Aquello había sido inolvidable. Ya valía la tarde.
Lo que vino fue una barbaridad. A Morante le habían dado donde más le duele y como toreó al de Domingo Hernández fue un viaje a otra dimensión. Las verónicas crujieron en el Real pasando por Camas, qué manera de arrebujarse con el toro, de ceñirse, de hundir el mentón, de torear, también con la capa quebrando la cintura. Se cayó Sevilla. Y el toreo. La cosa siguió tejiendo una camino sagrado, que todavía desconocíamos. Morante estaba haciendo historia. Y nosotros formábamos parte de ella. Las tafalleras fueron un puñetazo al corazón y el quite por gaoneras con el que replicó las verónicas de Diego, reinventado por lentas y consintiendo al animal por dentro, fundiéndose uno y otro y a nosotros los plomos, el viaje definitivo al abandono. Fue una antología poética. Un delirio. Y entonces llegó la muleta. Sin brindis. ¿En serio? Y la cota de emociones había sido tan elevada que comenzó a pasarnos factura. Los comienzos de la bella faena de Morante fue como verlos en diferido, como un «no puedo más». Luchábamos con las secuelas de la propia explosión emocional y el vacío. La resaca. Morante nos fue sacando de ahí, con la calidez de su toreo templado a un toro bueno, cómplice, con nobleza, ritmo y repetición. Era su día, el momento, la fecha, la hora, maldita sea en alguno tenía que llegar después de tanto llamar a la puerta. El de Domingo Hernández tuvo un ritmo exquisito y nobleza y la muleta de Morante fue un delirio. La locura colectiva. Ese torero de La Puebla que se perfila a matar y la espada entra y aún así le pega dos o tres muletazos y en sus propios pies muere el animal. Era la cumbre más absoluta que podía tener la obra. Aquello no había sido una faena, sino un acontecimiento y como tal se premió trascendiendo a las matemáticas que nos pagan las facturas, pero nos devoran el alma. Fueron las dos orejas y el rabo. La Puerta del Príncipe. Escribir la Historia 52 años después de que Ruiz Miguel cortará el último. Casi nada. Lo amarró Morante mientras la plaza lo coreaba «Torero, torero» y no soltó en toda la vuelta. Puede que despierte con él mañana. Hoy la vida es más vida.
Urdiales con el quinto
Diego tenía una papelón vital con el quinto porque remontar faenas así no es fácil. Lo ovacionaron con fuerza a la muerte del toro, que tuvo sus complejidades. Firmó Urdiales buenos pasajes en un conjunto desigual como era el animal y una estocada dignísima.
Ortega volvió a engrasar las muñecas con el sexto y quiso con la muleta, pero el toro no quería pasar. ¿Ya habíamos tenido demasiado? A Morante se lo llevaron después camino del Guadalquivir. Cuántas veces lo habrá soñado y se resistía. Ocurrió y de una manera extraordinaria. Luego vinieron los gritos, el !torero, torero! Y saber que se trata de un torero de época que hace cosas como tal. Dichosos los ojos. Bendito sea. El Príncipe este vez ya era rey. Dueño y señor del toreo. Y por eso se lo llevaron a hombros hasta el Hotel Colón.
Ficha del festejo
SEVILLA. Décima de abono. Se lidiaron toros de Domingo Hernández. El 1º, desigual y a menos; 2º, muy complicado, sin humillar y desentendido; 3º, noble pero sin duración; 4º, buen toro, noble y con ritmo premiado con la vuelta al ruedo; 5, desigual; 6, deslucido. Lleno.
Morante de la Puebla, de turquesa y azabache, estocada contraria, descabello (saludos); estocada (dos orejas y rabo).
Diego Urdiales, de rioja y oro, pinchazo, estocada caída, aviso (silencio); estocada (saludos).
Juan Ortega, de rosa palo y oro, pinchazo, media, descabello (saludos); pinchazo, descabello (silencio).