El viaje a la Decepción de Peeping Tom
La compañía belga presentan en Madrid un cambio que sorprenderá a sus seguidores, pasan del baile a la palabra en un montaje apocalíptico y lleno de preguntas
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Franck Chartier asegura que la honestidad no existe, pero él se abre en canal cuando presenta su nueva obra, S 62º 58’, W60º 39’: «El público va a estar decepcionado». La fuerza de los montajes de Peeping Tom parece haber extasiado a un francés que llega a Madrid con la pieza recién estrenada en la Bienal de Lyon y que, lejos del subidón que esto debería suponer, se muestra bajito, frágil, cuando habla. Es un tipo majo, de esos que caen bien de primeras, que se esfuerza en charlar en un castellano más que decente; un señor de 56 que aparenta diez o quince años menos, y por el contrario, su espíritu parece estar de retirada. El gorrete, la perilla, las pulseras, el piercing de la lengua o el de la oreja ya dan muestras de un vistazo que ahí dentro hay un artista, y si alguien tenía dudas, su polo blanco lo certifica: «Equipe d’Artist», se lee en su pecho.
Donde no existen los interrogantes es en la trayectoria del bailarín y de Peeping Tom (solo recordar su inauguración del Festival de Otoño de hace dos años con Triptych), por eso sorprende la nueva propuesta de la compañía, en la que la danza deja paso a la palabra. De ahí la «decepción» de Chartier. «No hay bailarines». Tras más de dos décadas, apunta, «era importante hablar del artista y de qué es el teatro». Reflexión que llevan a un barco encallado en algún lugar remoto, en la Isla Decepción que marcan las coordenadas del título, en un volcán antártico. Allí terminan las alegrías y los bailes de los belgas, y comienza esta parte más teatral y, por lo dicho, melancólica: los restos de un velero se dejan ver sobre un paisaje helado y una tripulación de supervivientes desesperados. Se inicia la pieza con una situación aterradora. Un padre mata a su hijo. El ambiente es similar a Viven. Objetivo: sobrevivir para volver a la vida que conocían; la esperanza: que la nieve se derrita y les libere. No está claro cómo quedaron atrapados, pero antes de llegar a las respuestas, un artista se dirige al director. La historia se desmorona para revelar un delicado trauma que ha impulsado la obra del director. ¿Qué se representa, qué es real y cómo manipulan al público los creadores del espectáculo?
Da inicio el juego entre ficción, realidad y manipulaciones en el que Peeping Tom se mira a sí mismo. «Hablamos del artista, del fin de una vida, de un actor mayor –sostiene Chartier–. Es un punto de vista muy político sobre la situación actual de los mayores y la sensación de que, como artistas, lo hemos dado todo por el teatro, hemos sacrificado nuestras vidas». «A mí no me espera nadie en casa», dice Romeu (Runa) en la función.
Afloran los traumas de cada uno, el del director, lo cuenta sin aspavientos: «Cuando mi padre le dio un bofetón a mi madre, que fue algo puntual, significó el motor para dedicarme hoy a los escenarios». Sin embargo, «todo es relativo», dice cuando se compara con un compañero: «Lo suyo fue más grave, tenía que ir cada tres meses al hospital porque su padre pegaba a su madre»; o con otro que perdido a tres miembros de su familia; o uno más que no pudo asistir al parto de su hijo «y se pasó una hora llorando al recordarlo». Cada uno con sus circunstancias va completando una obra que «nos ha devorado», afirma el bailarín.
«Quizá», dice Chartier, el arte de Peeping Tom esté encallado como la metáfora de ese barco, «como la imagen del fin de la carrera del artista, que es lo que nos llamaba la atención porque mucho terminan entre los 40 y los 70», se pregunta un artista que, además de esa labor de introspección de esos veinte años de carrera en la compañía, busca con esta autoficción «qué podemos ofrecer a las nuevas generaciones y cuál es nuestro rol. Después de todos estos años creando, siempre guiado por la misma violencia interior que se vive alrededor, quería compartir esta pregunta con otros y ofrecer al público un espacio para cuestionarse a sí mismos también. En otras palabras: violar el tema e invitarlos a tener un diálogo. Como dice Romeu Runa en la obra: “Podría haber sido un delincuente, soy un artista», explica Chartier.
- Dónde: Teatros del Canal, Madrid. Cuándo: hasta el domingo. Cuánto: desde 9 euros.