“Muerte de un viajante”: Inmolado en el progreso ★★★☆☆
Imanol Arias, cada vez más suelto en su vuelta a los escenarios, encabeza el reparto de la obra de Arthur Miller en el Teatro Infanta Isabel
Autor: Arthur Miller (versión de Natalio Grueso). Director: Rubén Szuchmacher. Intérpretes: Imanol Arias, Jon Arias, Cristina de Inza, Virginia Flores... Teatro Infanta Isabel, Madrid.
La productora Okapi –responsable de El coronel no tiene quien le escriba y La fiesta del Chivo– ha decidido esta vez, gracias a Dios, dejarse de adaptaciones imposibles y llevar al escenario un texto teatral puro y duro. Y no ha hecho falta para ello sacrificar su interés por la alta literatura, porque en Muerte de un viajante, y prácticamente en todos los textos de Miller, hay tantas virtudes estrictamente literarias como en las mejores obras de los mejores narradores o novelistas. No estoy, desde luego, descubriendo nada nuevo –aunque algunos se empeñen en desterrar esta idea– si digo que la base del teatro de texto ha sido, es y será siempre la literatura. Por eso precisamente, porque están bien escritas, se disfruta tanto de las obras clásicas de teatro cuando las lees, incluso aunque no las veas representadas; y por eso, porque la buena literatura se mantiene indemne en su esencia ante el paso del tiempo, esas mismas obras nos apabullarán y zarandearán en la butaca una y otra vez, cuantas veces tengamos oportunidad de verlas representadas. Este es el maravilloso plus que ofrece el teatro con respecto a los otros géneros. Y eso es lo que ocurre con Miller, quien es ya un clásico de pleno derecho, y con su Muerte de un viajante.
Basta que esté bien leída la obra y que esté subido al escenario con unos mínimos de profesionalidad –todo lo cual aquí se cumple– para que uno pase una estupenda tarde de teatro y se vaya luego a casa dándole otra vez vueltas a la condición humana, a la alienación del individuo en el engrane social del progreso y del capitalismo, a la fragilidad de sus conquistas, a la frustrante carrera en pos de una felicidad huidiza y a la dificultad para negociar solidariamente con el prójimo, para hacer que nuestro amor por él sea de verdad generoso.
De todo eso nos habla esta función, y todo eso ha sabido poner de relieve el director Rubén Szuchmacher en una propuesta en la que, tal vez, hubiera sido conveniente reducir las escenas de los hijos de Willy Loman cuando son aún adolescentes, o al menos girar drásticamente el código más o menos realista en el que están concebidas para probar un lenguaje más simbólico, porque nunca termina de funcionar, y es un obstáculo insalvable para cualquier actor, lo de hacer de niño siendo ya adulto. Incluso en las escenas en las que aparece el personaje de Ben, y que piden a gritos ese lenguaje escénico más simbólico, más poético, se advierte cierta timidez a la hora de jugar con él.
En el capítulo actoral, Imanol Arias demuestra que está cada vez más suelto en su regreso al teatro y consigue infundir en su Willy Loman la mezcla precisa de ternura, cinismo, tenacidad, estupidez y patetismo que exige el texto. Junto a él, dentro de un elenco más que correcto –si tenemos en cuenta, como he dicho, que algunos no lo tenían muy fácil– destacan Jorge Basanta, memorable en su calibrada manera de encarnar a Howard, y Cristina de Inza, que sabe manejar muy bien a Linda, su personaje, para que sirva de oportuna correa de transmisión en el desarrollo de toda la trama.