Stalin: introspectivo, desolado y vengativo
Una gran biografía del tirano soviético, repleta de fotografías, analiza su vida y sus políticas, además de los crímenes que cometió y la vida cotidiana rusa durante décadas
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Gulag.Este término, hoy familiar para cualquiera, lo popularizó Aleksandr Solzhenitsyn en su obra «Archipiélago Gulag» (1973); procede del acrónimo de las palabras Glavnoe Upravlenie Lagerei, o Dirección General de Campos de Trabajo, que también se usó comúnmente para referirse a la «reeducación» promulgada por el Gobierno soviético, a veces practicada en «centros psiquiátricos». Tal cosa le sucedería, por cierto, a Joseph Brodsky, que en 1964 fue detenido, examinado en un hospital mental, acusado de «parasitismo» por recitar poesía y deportado cinco años a una remota aldea. Pero hay infinidad de ejemplos de otros escritores menos conocidos pero cuyos testimonios ponen a las claras cómo el sistema estalinista destrozó a tantos millones de personas, incluidos muchos de los simpatizantes de la Revolución bolchevique y el Partido Comunista.
Eso mismo ocurrió con la familia de Tamara Petkévich, cuyo padre fue visto como un «enemigo del pueblo». Lo que derivó en que a esta mujer, fallecida en 2017, se la detuvo, en su etapa como estudiante de Medicina, acusada de actividad contrarrevolucionaria y condenada a siete años de gulag, en Kirguistán y más tarde en la República de Komi. Este cruel destino lo contó en «Memorias de una actriz en el gulag», que vio la luz en español en fechas cercanas. Sus páginas mostraban cómo se iba fraguando el ambiente de represión entre la sociedad, así como para conocer los destierros y la colectivización de la propiedad agraria, lo que implicó el arresto o la ejecución de un gran número de campesinos ricos o kulaks, y, por supuesto, el envío de innumerables desgraciados a los campos de trabajo, en uno de los cuales la autora padeció hambre y calamidades. Todo podría resumirse en esta frase: «¡Nos habían robado la vida!». ¿Y quién lo había hecho?, se preguntaba Petkévich, y la respuesta no era otra que «¡el Estado, las autoridades!».
Sin embargo, esta verdad no alcanzó su máxima difusión hasta que en los años setenta, la obra de Solzhenitsyn, Premio Nobel y preso del poder soviético, abrió los ojos al mundo ante una realidad terrorífica demasiado silenciada. Su obra destapaba el ocultismo con el que se había tratado una de las mayores aberraciones de todos los tiempos: los campos de trabajos forzados que Lenin y Stalin diseminaron a lo largo y ancho de la Unión Soviética. Con la excusa de reformar a delincuentes y antirrevolucionarios, entre los años 1921 y 1953 se masacraría la vida de entre veinte y treinta millones de personas en casi quinientos campos. De tal modo que «el gulag es el programa de asesinatos más largo financiado con fondos del Estado», dice Deborah Kaple, editora y traductora de las memorias de Fyodor Mochulsky, «El jefe del gulag», que editó Alianza.
El último capítulo de la trilogía de Solzhenitsyn se titulaba «Stalin ya no está», pero el dictador, en el plano editorial, siempre ha estado, está y estará por siempre como asunto de investigación o literario. Y es que toda su vida y política es objeto de revisión y análisis. Es «El tirano rojo», por decirlo con el libro de Álvaro Lorenzo (Roma, 1967), licenciado en Derecho y doctor en Historia, además de autor de títulos como «La Alemania Nazi (1933-1945)», «El Holocausto y la cultura de masas», «Anatomía del Tercer Reich» o «Mussolini y el fascismo italiano». «Con los documentos actuales se puede concluir que, aunque Stalin inició y mantuvo voluntariamente y con máxima brutalidad las purgas, estas adquirieron posteriormente una dinámica propia que superó sus expectativas», este escribe diplomático de profesión, para añadir: «Esto refleja la ineficacia del régimen dictatorial soviético y la pérdida progresiva de control sobre él».
El libro lleva al lector a conocer a «Koba» (así se llamaba a sí mismo, con el nombre de un héroe georgiano), a sus orígenes como revolucionario y sus diversas facetas como dictador, su vida en torno a la la Guerra Civil rusa, su enfrentamiento con Trotsky o asuntos tan tremebundos como el Gran Terror, la época que abordó Karl Schlögel en «Terror y utopía. Moscú en 1937». Y es que Stalin y su gobierno organizaron una autentica persecución y carnicería de personas inocentes acusadas de infundados delitos de espionaje o traición: en un año, se produjo el arresto de cerca de dos millones de personas, setecientas mil de ellas asesinadas, y casi 1,3 millones encerradas en campos de concentración y colonias de trabajos forzados. Así, como bien ha comprobado Lozano, que documenta en su estudio la cotidianidad de la población rusa en las décadas estalinistas, las secuelas y traumas de tamaño crimen llegan hasta las familias rusas actuales.
Así las cosas, Lozano analiza la «naturaleza del terror» soviético, la gran Purga entre 1936-1939 y otras colindantes con las que Stalin se deshizo de individuos molestos para él dentro del mismo Partido Comunista, las Fuerzas Armadas, la Policía Secreta… hasta explicar con detenimiento «la purga del pueblo». En paralelo, presta una gran atención a las políticas soviéticas alrededor de la economía, la colectivización y la industrialización, por un lado, y a todo lo concerniente a la política exterior. De este modo, en «El tirano rojo» el lector conocerá la postura de Stalin con respecto a la Guerra Civil española y otros países como China o Alemania. De hecho, el texto empieza en un momento dado en plena Segunda Guerra Mundial, y de una manera bien particular.
«Tras las revisiones rutinarias de seguridad, finalmente llegaron a una casa de una planta rodeada de jardines. Era la entrada a la dacha personal de Stalin, cuyo nombre era “Blízhniaia” (“dacha cercana”) para distinguirla de las otras casas que poseía y cuya existencia muy pocos moscovitas conocían», dice para empezar Lozano. Este coloca a Stalin en su vida doméstica y aislada, de hombre solitario irascible. «Stalin vivía prácticamente todo el tiempo en el salón. Allí dormía en un sillón rodeado de teléfonos que le conectaban con el mundo exterior. [...] Cuando cenaba solo hacía que le despejaran la mitad de la mesa, y las montañas de documentos eran retiradas completamente cuando recibía a alguien». Pero ese día no iba a recibir a nadie, una noche que iba a ser clave para la contienda porque en la madrugada «cientos de aviones alemanes se dirigían ya a bombardear las ciudades y los aeropuertos soviéticos».
En ese inicio aparecen datos personales del «vozhd», palabra que tiene la definición de guía o líder y que se usaba para ensalzar a Stalin como líder supremo. Estamos ante un hombre que era supersticioso y contaba con un astrólogo que le asesoraba para emprender decisiones de calado. El político ruso creyó en cosas mágicas hasta el paroxismo, quién sabe si desde temprana edad, a modo de evasión mental al padecer por entonces una vida mísera y violenta, en particular por parte de su padre, que una vez lo tiró al suelo y le dio tales golpes que el niño orinó sangre durante varios días. Pues bien, semejante maltrato sólo haría que llevarlo de adulto a reproducir la crueldad y violencia aprendidas, hasta que destruyó a su propia familia, como se aprecia en «Las rosas de Stalin».
En esta novela, Monika Zgustova biografió la trayectoria de Svetlana Allilúyeva, la hija única del dictador, que a los seis años se quedó sin madre, quien se suicidó, harta de su esposo; más adelante, a los dieciséis, se enamoró de un cineasta judío, al que su padre mandó al gulag; y al fin consiguió exiliarse, a través de un viaje a la India «donde quiso llevar las cenizas de su pareja, un intelectual de izquierdas hindú», en unos Estados Unidos que no sabían a ciencia cierta cómo encasillarla: o como una refugiada que huía del horror soviético o como una espía. Svetlana vio en primera persona, bajo un mismo techo, lo que Stalin le estaba haciendo a su gente, marcando con sangre y fuego el devenir de un pueblo que lo sufrió a lo largo de tres generaciones. No en vano, el libro de Lozano alcanza la Conferencia de Teherán, los inicios de la Guerra Fría, episodios relativos a la doctrina Truman y al Plan Marshall y la guerra de Corea, hasta una conclusión final de título explícito: «Un traumático legado», que habla de lo que el autor da en llamar el «paradigma de la muerte», marcado por el suicidio de su segunda mujer en 1932, «un acontecimiento que reforzó la tendencia innata de Stalin a la introspección, a la desolación espiritual y a la venganza».