Más allá del pop, esa explanada inmensa,
cuesta adscribir a La Casa Azul a un género determinado, y eso quizá sea bueno. El suyo
es un cóctel en el que caben demasiadas cosas. Por un lado está la música, electrónica y vitalista, y luego las letras, en donde
Guille Milkyway más que desnudarse se desangra y nos sirve emociones que retrotraen a la mejor canción melódica e incluso al machete del flamenco. La Casa Azul es, en fin,
un grupo oxímoron: exportan una alegre tristeza. Guille ríe antes de contestar: «Sí que La Casa Azul es un “grupo oxímoron”. Me encantan, por ejemplo, las Shangri-Las, un grupo de chicas que escribían canciones sobre el suicidio y cosas muy trascendentes; que miraban mucho hacia dentro, pero de una manera muy colorida.
Me interesa mucho esa parte naíf, aunque es algo que cuesta mantener vivo porque la vida va endureciendo las pieles. De tanto hablar alrededor del arte –explica–, aunque sea tan menor como este que hacemos, y de tanto intelectualizar, tendemos a olvidarnos del primer impulso, que es el resultado de una cosa ultralibre, y es lo que yo no quiero perder. Lo visualizo como un niño que en una exposición va paseando delante de los cuadros y, de golpe, se para ante uno y se lo queda mirando porque le ha dado miedo o lo encuentra curioso o le ha transmitido alegría. Ese primer impulso es el que cuenta. La Casa Azul –prosigue– ha creado un discurso propio que sí que tiene que ver muchas veces, y tú lo has descrito mucho mejor que yo, con esa aparente explosión de color y de luz y cosa vitalista, pero con un trasfondo que es como de otro lugar». A pesar de su reivindicación de las emociones como termómetro infalible para detectar el arte,
al poco de escuchar a Guille entiendes que la música es su vida y que podrías desmenuzar con él, durante horas, géneros, corrientes, autores.
¿Es La Casa Azul un grupo intelectual, él es un músico intelectual? «Para nada me considero un intelectual –niega, rotundo–. Me considero más intelectual cuando hablo sobre música, pero cuando ejerzo de músico lo que pretendo hacer para nada emana de la intelectualidad. Procuro no utilizar demasiada figura metafórica e intento que la canción se acerque de alguna manera a la conversación que tendría con David, el del bar de cada mañana a las 8. Creo que ese punto costumbrista se aleja de lo que entendemos por intelectualidad. Me he dado cuenta –reflexiona– de que la gente que nos viene a ver es muy transversal y que el acercamiento viene, en la mayoría de los casos, de esa primera pulsión de la que te hablaba antes. Han sentido un impulso escuchando una canción. Les ha dado una alegría de vivir o un refugio porque vibra en una frecuencia parecida a como vibran ellos a nivel interior».
En La Casa Azul
hay una importante dosis de frikismo: ahí están el chocolate Nesquik, el refresco Tang, el polo Colajet. En ese imaginario los nombres y referencias serían infinitos. El
«Yo fui a EGB» parece estar muy presente. Y eso, le digo, es una forma de
nostalgia: «Sí –concede, aunque con reservas–. Pero es curioso porque todas
esas canciones de las que hablas las escribí siendo muy joven. Yo las utilizaba en aquella época porque tendía a militar en lo naíf y lo infantil y hacía caricaturas alrededor de eso, como un discurso que estaba contrapuesto a una cierta elegancia intelectual. Y creo que todos esos movimientos alrededor de este tipo de cosas surgieron un poco después. Cuando iba creciendo me decía: “Hostia. ¿Cómo voy a seguir cantando algunas de estas canciones de mayor?”. Y lo mágico es que, cada vez que las canto hoy día, me siento superidentificado con ellas. Sé que me has dicho lo de la nostalgia –señala– porque sabemos que no nos gusta y queremos militar contra ella.
Lo que no me gusta es el acercamiento religioso o dogmático a la nostalgia, porque eso nos hace esclavos de algo que ya está ahí y no te permite ejercer esa mirada libre que decíamos antes. Soy una persona cero nostálgica y me encanta escuchar cosas del pasado y ver fotografías de mi vida, pero no tengo una pulsión, como sí he visto en otras personas, nostálgica, como de recogimiento. Como un refugio al que uno querría volver».
Guille fue el creador de la canción
«Amo a Laura», del grupo ficticio
Los Happiness, una sátira del conservadurismo hodierno que se hizo muy popular. Más allá de la broma, ¿hay algo en él de tradicional? «No te sabría decir… Supongo que sí. Me siento muy reconfortado con la rutina, por ejemplo. Pero
no me gusta lo tradicional cuando se vive como una especie de dogma de fe porque creo que los dogmas, en general, nos hacen daño como sociedad».
Aunque ha hecho otras cosas dentro de la música, cinco discos en 25 años nos hablan de un creador en absoluto prolífico. ¿Es pereza o prolijidad? «Soy cero perezoso y trabajo cada día muchas horas –confiesa–, aunque me doy cuenta de que soy muy poco efectivo. En el estudio sigo trabajando solo. Sé que no es la mejor manera porque no es la más rápida ni la que te garantiza el mejor resultado. Lo normal sería llevar mis cositas grabadas a otro estudio y trabajar con productores y músicos que lo hicieran un poco mejor y más rápido, pero entonces perdería una parte muy importante de mi motivación y la razón por la que me dedico a esto. Además, una grabación está ahí para toda la vida y eso me hace ser muy cauteloso a la hora de dar rienda suelta a todo lo que llevo. El mundo –sentencia– sigue siendo un lugar muy agresivo e incómodo. Y este “business” explicita eso a niveles máximos. Yo pensaba que en la industria alrededor del arte habría otra manera de proceder, pero no es así. Todo es muy agresivo y participo cero de eso porque me crea mucha incomodidad. No sé por qué nos movemos con esa especie de violencia intrínseca». Su último disco, «La gran esfera», es de 2019, prepandémico. ¿Cuántas puntadas le faltan al nuevo? «Espero que salga en la primera mitad del año que viene –anuncia–. Grabé un disco prácticamente entero en pandemia y luego lo tiré a la basura porque estaba muy asociado a ese momento y no quería revivirlo. Es como el pasado al que no quieres volver, una “anostalgia”. Pero ahora estoy en la fase final de escoger y he recuperado algunas cosas. Tengo muchas canciones grabadas», concluye.
TODA ESA «FELICIDAD»
Por Javier Menéndez Flores
Hay caramelos rellenos de lluvia, pompas de jabón que albergan zarpazos, chicles que al morderlos te llevan a esa noche en la que se rompieron todas las lámparas. A veces buscas el sol y te mira a los ojos una nube tan iracunda como una tormenta en el mar de Groenlandia, pero vamos a sonreír y a reír, venga: somos como aquella «gente feliz» que cantaba Yazoo («después de todo, no puedes estar seguro de que lo que decimos sea verdad»).
En la revolución sexual cabemos todos, todas y todes: las niñas bien del Paseo de La Habana; los notarios de la zona nobilísima de Chamberí; los publicistas de Malasaña disfrazados de viejas estrellas de rock; los modernos sin un guil del Carabanchel pujante; los supervivientes de la multirracial Usera y las leopardas escandalosas de Chueca. Aquí el que no se arrima es porque no quiere, ya te lo digo yo (mi, me, conmigo), y quienes mueven los hilos saben bien que es el amor de la gente corriente y sufriente lo que engorda sus arcas.
Puedes amar a Laura (¿Palmer?) pero ser un perfecto caballero inglés y no sacar las manos de los bolsillos hasta que se consume la coyunda sagrada. Y si en el cumpleaños de tu hijo te visita una melancolía feroz, no pierdas un segundo en buscar una respuesta lógica. Los seres (in)humanos somos así, un choque sin fin de corrientes y opuestos. Y uno acaba aprendiendo que detrás de toda noticia grata acecha siempre la espuela de una lágrima. Pero venga, vamos a sonreír y a reír como esa «gente feliz» que cantaba Yazoo («creemos en divertirnos y sonreír todo el tiempo, / y a veces estamos en la televisión si tenemos más de 69 años»).
Guille no ha dejado de ser aquel niño que descubrió el significado del arte sin saber lo que era, pero si algo te explota en la cara y te desordena las tripas da igual lo que diga el oráculo de Delfos. Anda, Milkyway, deja de joder con la pelota y pon a enfriar unos litros de Tang de naranja, que me prometiste que íbamos a ver en bucle «La bola de cristal» y «Doctor en Alaska». Y si aún nos tenemos en pie, enchufémonos en vena «La naranja mecánica» y «2001: Una odisea del espacio». Del genio sin contestación de los maestros nace nuestra mota de talento y por eso debemos frecuentar los mismos paisajes una vez y otra, hasta hacerlos tan nuestros como esos miedos que arrastramos desde la infancia.
(Mis amigos se llaman Jim Croce, Manuel Alejandro, Jeff Lynne, Julio Iglesias, The Shangri-Las, Carlos Berlanga. Y siempre que desemboco en un callejón sin salida ahí están ellos para devolverme a la buena senda. Y la niñez de Serrat es mi niñez y Mama Cass me dio el mejor consejo, que debía cantar mis propias canciones y ondear mi huella digital. Y claro que me emociono hasta el llanto cuando me hablan. Fue así como entendí que Robinson Crusoe no estaba solo porque encerraba multitudes).
Hay veces en que al monte no le queda un solo gramo de orégano y llegas tarde a la estación o al aeropuerto y se ha acabado la cerveza de grifo. Y no dejas de pensar que ojalá Juan de Pablos nunca se hubiera cortado la coleta. Y si el niño se despierta, estallan reproches en la alcoba y los sábados sabadetes se visten de lunes. Pero venga, vamos a sonreír y a reír como esa «gente feliz» que cantaba Yazoo («somos nosotros los que tenemos el control, / somos la gente feliz, feliz»).
Llueve como nunca antes desde hace ya cuarenta días y cuarenta noches y el Congreso de los Diputados es la Torre de Babel y a solo cuatro horas de vuelo tenemos una guerra ominosa. Pero Guille no sabe qué hacer con toda esa felicidad que le quema las entrañas, maldita sea.