Los hermanos Escrivá, Miguel Ángel (voz y bajo) y Josemán (guitarra y coros), y Vicente «Soni» Artal (guitarra y coros) son los pilares de Santero y Los Muchachos, grupo de rock que tras siete años de vida y tres discos de estudio con mucha enjundia acaban de publicar «Una noche en Les Arts», un doble álbum grabado en el Palau de Les Arts Reina Sofía de Valencia, su ciudad, el 27 de enero de este año. Con el disco recién horneado, y justo antes de partir a México para ofrecer varios conciertos, la DANA les sorprendió en su tierra. Antes de pasar a hablar de su trabajo, la actualidad informativa se impone y relatan un episodio de auténtico terror vivido en los primeros días de la catástrofe: «Yo estaba en mi piso de Valencia –explica Josemán–, a salvo, pero con mucha angustia. Tengo una nave en Albal, donde guardo vehículos y almaceno algunos muebles, y dos noches antes de la DANA se nos estropeó la puerta y un par de amigos nos hicieron el favor de quedarse allí para vigilar hasta que la reparasen. Sobre las ocho de la tarde nos llamaron y nos dijeron que estaba entrando mucha agua, algo muy extraño. Les dijimos que se apartasen de la puerta, que es de hierro y tiene seis metros de altura, y en ese momento se derrumbó y empezó a entrar agua a mucha velocidad. Consiguieron subirse al techo –prosigue– de un camión que tenemos; se fue la luz y el agua subió hasta los dos metros de altura. Pasamos la noche en comunicación con ellos y sobre las tres de la mañana nos dijeron que no podían más: estaban mojados, temblando, sin fuerzas. No dejamos de llamar al 112, pero era imposible contactar. Finalmente conseguimos hablar con Emergencias, pero nos dijeron que no daban a basto. Sobre las cinco –añade– se quedaron sin batería y perdimos la comunicación. Al amanecer, alguien me pasó por whatsapp una foto de la autovía que va hacia Albal en la que aparecía una persona que caminaba entre cientos de coches destrozados. Pensé que la única manera de llegar hasta allí, a unos 12 kilómetros de mi casa, era en bici, ya que el tráfico estaba cortado. Y fue en ese trayecto cuando comprendí la magnitud de la catástrofe y me quedé en shock. Tenía miedo de mirar en el interior de los vehículos por si había personas dentro, ya que la mayoría estaban destrozados. Cuando conseguí llegar a la nave el agua ya había bajado y me llegaba por la cintura. No estaban mis amigos y no contestaban a mis llamadas. Llamé a mi hermano y me dijo que acababa de hablar con la novia de uno de ellos y que habían conseguido llegar a casa andando. Tuve que sentarme y respirar hondo al saber que estaban bien... Los días siguientes los pasamos sacando barro y tirando todo lo que guardábamos allí».
"Mazón ya ha sufrido un juicio social del que ha salido culpable"
Respecto a la responsabilidad política de aquello, los tres músicos responden como un solo hombre: «Mazón ya ha sufrido un juicio social del que ha salido culpable. Con todo lo que ha ocurrido, ¿no crees que debería dimitir? –preguntan–. Es el presidente de una comunidad autónoma que ha sufrido, por desgracia, la mayor catástrofe natural de los últimos tiempos y, por lo que parece, se podría haber avisado antes para que los daños fuesen sólo materiales y no hubiese tantas tragedias humanas. Mazón, políticamente, es un presidente sentenciado. Que su partido valore si es más conveniente que dimita o no, pero los valencianos ya han manifestado su opinión».
¿Los errores políticos se detienen ahí o hay que ir más arriba, al Gobierno de España? «En un mundo ideal debería hacerse una investigación sana y real –afirman–, apartada de conveniencias políticas, y, a partir de ahí, que nadie se vaya de rositas. En este país la justicia no es igual para todos. Por desgracia, no hay un sistema de alerta contundente que nos haga tomar conciencia de cuándo y cuánto estamos en peligro ante un caso así. Una alerta roja no te prohíbe nada, te avisa, y eso no funciona. No puede ser que dependa de un empresario si abre o no un comercio, porque eso implica poner en riesgo las vidas de los trabajadores. Conocemos un caso, en una de las poblaciones afectadas, de una cadena de perfumerías que no cerraron la tienda y las tres dependientas murieron ahogadas... ¿Quién es el responsable de eso? Las prohibiciones en estos casos deben ser firmes para que no circulen los vehículos ni abran los comercios ni las empresas ni los colegios», sentencian.
Y del horror superlativo de la DANA saltamos a la bendición de la música. La suya es un rock que no crispa ni ensordece, y que te hace bien. Ellos, para evitar etiquetas indeseables, definieron su estilo como «rock reposado», una tempestad con guante de seda. Lo explica Miguel Ángel: «Veníamos de conocer el rock con más carácter en cuanto a voltaje y musicalidad, y después de esa trayectoria nos apetecía bajarle el fuego al volumen y mantener el carácter en las letras y en ciertos guiños al rock and roll. Hacer algo más meditado», y Soni lo refrenda: «Nosotros hemos bebido de los clásicos de los años 60 y 70, que eran más cañeros, pero quisimos hacer algo más reposado y tranquilo».
"Hemos bebido de los clásicos de los 60 y 70, más cañeros, pero quisimos hacer algo más reposado"
Hoy, los jóvenes están inmersos en la latinidad, en el reguetón y el trap, que tienen letras muy bestias y son también, como el rock lo fue en su día, géneros subversivos. ¿El rock ya es sólo música o sigue siendo una filosofía de vida y, si cabe, una escuela? «Para nosotros es una escuela y ha sido un estilo de vida, sí –sostiene Miguel Ángel–. Es casi una filosofía, una religión. Decimos Santero porque nuestros dioses son todos los que nos han iluminado en la música y es una manera de que los amigos que estamos bajo esta iluminación nos sintamos hermanados. Nosotros no somos de cuando nació el rock and roll, aunque sí de los que seguimos alargando su estela. Pero entendemos perfectamente que, ahora, los jóvenes se asomen a otros estilos musicales o de vida. Llevamos décadas sintiendo que el hip hop era el nuevo rock and roll, porque representa eso: los barrios, la verdad, en las zonas menos acomodadas».
Josemán asiente: «Ahora mismo la gente se siente identificada y rebelde con esos estilos. Lo que antes era el rock, hoy son el reguetón y el trap. Pero la filosofía es la misma, ir en contra del sistema como en su día hizo el punk». «Al final –remata Soni–, la filosofía es la protesta y ser reivindicativo con tu música. Y ahí, esos estilos se parecen al rock».
BRISA QUE GOLPEA
Por Javier Menéndez Flores
Nos enseñaron, o lo aprendimos solos, que el rock era hundir los dedos en un enchufe, beberse de un trago un cóctel de nitroglicerina y amonal, escuchar canciones escritas con mayúsculas y negrita. El ruido y la furia y toda esa movida iracunda, ya saben. Pero resulta que también podía ser un puñetazo a cámara lenta o un disparo con silenciador, que te respeta los tímpanos pero te mata igualmente. Al final, la cosa va de llegar o no, de alcanzarte, de cogerte y sobrecogerte, de golpearte. Y la actitud, por supuesto –«¿hablas conmigo?, ¿me lo dices a mí?»–, esa espada desenvainada de la personalidad, bien escasísimo.
Valencia se levanta tras su ensayo general de fin del mundo y quienes vieron de cerca al monstruo que cayó del cielo lo llevan aún tatuado en el hipocampo, y ya quizá para siempre. Pero la piel de los chicos de barrio es de titanio y su voluntad no hay desmesura climática que la doblegue, por eso Miguel Ángel, Josemán y Soni se mantienen bien tiesos sobre sus botas, miran muy fijo a los ojos y se expresan sin titubeos: saben que es solamente cuestión de tiempo que el sol vuelva a ocuparlo todo, como cada año lo hace el fuego, en esa tierra hoy ultrajada por el agua.
Supervivientes de las infancias asilvestradas de Patraix y La Zaidía, aprendieron casi a la vez a ser tahúres y funámbulos para mantenerse ilesos. Quizá de ahí les venga lo de dejar la ropa a buen recaudo siempre que salen a nadar. Tener calle, gramática parda, noche, no ocupa lugar y te puede salvar de un atropello letal o de un encuentro inesperado, y el rock también es eso. En las canciones de SYLM late esa pulsión de quienes viven a un par de pasos de un barranco, por más que tenga campanario y tranvía y parque, y siempre se levantan con una sonrisa ladeada.
La noche en que citaron a sus cómplices en Les Arts, esa nave espacial en reposo, los nervios se volvieron espinas y el implacable reloj les asfixiaba las muñecas. Pero fue atacar la primera canción –«y resuena el eco de tu voz desde el pasado / como un grito congelado»– y no sentir otra cosa que felicidad en vena. Mientras susurraban esas historias que Miguel Ángel vivió o imaginó o soñó, o todo eso a la vez, a los tres, y a Pau, Javier, Manuel, Eloy, Carlos y Mauro, les invadía un calor que ya quisiera recibir Metallica en uno de sus macroconciertos. Porque los amores locales están hechos de un material al que aún no se le ha puesto nombre, pero que es inmune a la oxidación y el envejecimiento.
El rock que vino como una caricia resultó ser una brisa mendaz, ya que ocultaba truenos. Y ojalá se pudiera sentir siempre, cada día y cada noche, lo que sentisteis en Antzokia y en But, que es lo mismo que os trepa por el pecho cuando suena en el tocadiscos «Come together» o «You really got me» o «Jumpin’ Jack Flash» y aparecen en el espejo tres tipos obscenamente jóvenes pero inmortales. Algo de eso sabe, seguro, Linda Ronstadt, preguntádselo si no a mamá.
Mientras haya vida, abrácese quien pueda. En mañanas asesinas, tras madrugadas que no debieron tener fin, no queda otra que lanzar fuego de dragón al sonreír, que quema sin necesidad de ensordecer. Sabedores de que todos –tú y yo también, mi amor, tú y yo también– vamos a morir.