Billy Strings, el irreverente apóstol que llevó el bluegrass a los festivales
Ha sobrevivido una vida épica y llena de flirteos con la muerte antes de convertirse en la insospechada estrella que es hoy
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La escena ocurre una cálida tarde el julio en el gran escenario del festival de Lollapalooza. Decenas de millennials aguardan la llegada del nuevo apóstol de la música americana. Salen cinco muchachos a escena, el último de ellos es el que han venido a ver. Va como suele: melena rubia al viento, vaqueros rotos, tatuajes expuestos. El quinteto se sitúa alienado en formación. No hay baterías ni sintetizadores ni saxos. En sus manos portan guitarra acústica, mandolina, contrabajo, violín y banjo. Entonces atacan «Red Daisy». «Margarita roja creciendo en una colina / La luz del sol cayendo sobre sus pétalos tan finos / Un día un viajero que pasaba te arrancó del suelo / Oh, cómo te echaré de menos a ti y a tu corona carmesí». La gente se vuelve loca. Han llevado el bluegrass, la música americana de hace un siglo, al festival de Metallica, Dua Lipa y Green Day. Damas y caballeros, recibamos con un aplauso al único e irrepetible Billy Strings.
A sus 32 años, este chico es la última gran sensación de la música americana, un músico que ha revolucionado la industria del entretenimiento con algo tan anacrónico y absurdo como es llevar a grandes estadios y festivales el "bluegrass", la música tradicional americana surgida de los pastos, el trigo y la madera. Él es el nuevo apóstol de un género que, en tiempos de máquinas, inteligencia artificial y ChatGPT, reivindica no solo el regreso a la tradición como bien cultural, sino también como bien comercial.
Asistir a sus conciertos es quedarse con la boca abierta. No te puedes creer que algo así esté pasando. Billy Strings y su combo desafían todas las leyes de la lógica para ofrecer un espectáculo como nunca antes se ha visto. Son instrumentos acústicos tocados con una destreza admirable y composiciones de bases tradicionales con cinco muchachos que parecen recién salidos de una fábrica de picar carne. Es el resto lo que sorprende: pantallas gigantes de vídeo, pedales para los instrumentos, grandes plataformas en el escenario... y Billy Strings. «Es el nuevo genio de la guitarra», proclamaba hace unos años «Rolling Stone». Efectivamente, su técnica es de no creer. Pero hay mucho más: está esa fiereza, esa rebeldía, ese eclecticismo. Es un chico que hace bluegrass pero al que le apasionan por igual Jimi Hendrix, Black Sabbath, Primus, Porno for Pyros, Grateful Dead, Phish o Jackson Browne. Nunca se ha visto a nadie en este siglo llevar la tradición a esos lugares. Con un añadido: los jóvenes le adoran, es un ídolo de masas.
Pero si visual y musicalmente es algo increíble, su biografía va incluso más allá de lo que uno imagina nada más verle. Nacido como William Lee Apostol el 3 de octubre de 1992 en la deprimida y deprimente Lansing, Michigan, el recuerdo de su padre es solo una sombra con olor a tierra quemada. Murió de una sobredosis de heroína cuando él apenas tenía dos años. Su madre se volvió a casar con un hombre llamado Terry Barber, un consumado músico amateur de bluegrass a quien Strings consideraría como su padre. El único que conoció.
Entonces comenzaría su vida nómada y recuerdos asociados a nombres como los de Bill Monroe, Earl Scruggs, Del McCoury o Ralph Stanley. La familia recorrería buena parte del Midwest sin echar raíces en ningún sitio para convertirse en una de esas eternas evocaciones de Steinbeck que cada día da Estados Unidos. Y ocurrió que cuando Billy todavía era un preadolescente, sus padres se volvieron adictos a la metanfetamina. La música era un mecanismo de defensa para Strings y su hermano, que crecieron en el fumadero de metanfetamina local, donde a menudo tenían que pasar sin comida, electricidad o agua caliente. Dejó el hogar familiar a los 13 años, se hizo adicto a la heroína y vivió una existencia precaria hasta que la madre de un amigo le acogió y le ayudó a terminar la escuela secundaria.
Después de graduarse de la escuela, escaparía de la jaula de su ciudad natal y se encontraría con ese sonido que se convertiría en inspiración y salvación, la explosiva combinación de bluegrass, jambands, folk, country, rock e indie. Dormiría abrazado a su guitarra para que no se la robaran y comenzaría a recorrer cada bar con aspecto de necesitar algo de música. Comenzaría a dar más de 200 conciertos al año. Él conducía la camioneta, cargaba el remolque, vendía merchandising, era el manager de la gira, escribía las canciones, lideraba una banda... «Pensé que podía hacerlo todo, pero en realidad creo que lo que me aterrorizaba era volver, simplemente huir de la pobreza», argumentaría.
Publicaría su primer álbum en 2017 en una impecable definición de aquellos malos y viejos tiempos. Se llamaría «Strings, Turmoil and Tinfoil» (cuerdas, confusión y papel de aluminio) y capturaría aquella pesada infancia sobreviviendo a la pobreza en una pequeña ciudad de Michigan. También escribiría la canción «Dust in a Baggie» (polvo en una bolsita) a los 19 años. Su impacto sería brutal, pero no tanto como sus conciertos. La revista «Rolling Stone» le calificaría en 2018 como "el prodigio del bluegrass» y el círculo lo completaría a lo largo de los años grabando con el gurú de la producción que es Jonathan Wilson y firmando con una major, Reprise, mientras gente como Willie Nelson, Bob Weir o Jackson Browne le invitaban a tocar con ellos en un gesto máximo de aprobación de la ilustre vieja guardia.
Ahora vive en una enorme casa de Nashville porque todo se ha vuelto grande en su vida. Pero de vez en cuando evoca una infancia que nunca tuvo y se pone a pasear junto a un lago cercano al que echa piedras. También le gusta montarse en un pequeño bote e ir a pescar. Le ha comprado una casa a su madre para cumplir un sueño y no ha bebido alcohol desde que tenía 23 años, cuando se dio cuenta de que sus borracheras posteriores a los conciertos se estaban desmadrando. Le preocupaba que pudieran devolverle al sitio de donde escapó. Eso sí, sigue siendo un entusiasta consumidor de cannabis y psicotrópicos, algo que intenta controlar su terapeuta. También está comprometido con su novia y ex manager de gira, Ally Dale, a quien dedicó la preciosa canción «In the morning light: «De vez en cuando el pasado me hace sonar una campana / Y no miro hacia atrás, solo sigo adelante / Si supiera entonces lo que sé ahora / No estaría aquí de todos modos, y está claro / Pero si pudiera encontrar más que sea digno / Lo entregaría todo / No estoy seguro de merecer el amor que recibo / Pero se lo doy todo a ella».
Favorito de los festivales, sus conciertos combinan el bluegrass de la vieja escuela con el desenfreno de una jamband clásica más todos los clichés asociados a las grandes estrellas del espectáculo. Si uno quiere rastrear, puede encontrar un vídeo casero en YouTube donde a una edad más que temprana ejecuta impecablemente el «Don’t think twice it’s allright» de Dylan. Eso era antes del los tatuajes y las marcas del castigo al que sometería su cuerpo. Hace ya mucho tiempo de aquello a pesar de su corta edad. Eso era antes de la tormenta, la cuchara de plata, el mechero, las canciones, la aprobación, los escenarios y los festivales. Antes de lo que algunos llaman ya como «rebelgrass».
Ringo Starr publicará el próximo invierno su primer disco en seis años y lo ha hecho abrazado al que posiblemente sea el género en el que se siente más cómodo: el country. El álbum lleva por título «Look up» y tiene dos particularidades: son composiciones propias junto al productor, T-Bone Burnett, y cuenta con un elenco de colaboradores espectacular entre los que están Alison Krauss, Larkin Poe, Lucius, Molly Tuttle y, por supuesto, Billy Strings. Nada mal para un muchacho que durante su carrera ha hecho versiones propias de temas como «Norwegian wood», «And your bird can sing», «I’ll cry instead» o ese «With a little help from my friends» que originalmente cantó Ringo.