El Guggenheim de Bilbao dedica una muestra al Miró más innovador
El museo explora en una muestra los años en los que el artista forjó su lenguaje pictórico
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En ocasiones hay que desprenderse de lo aprendido para avanzar y eso es justo lo que hizo Joan Miró en la década de 1920. El artista traía consigo una plástica de fuerte impronta personal, pero todavía lastrada por el detallismo, el influjo de lo rural como Arcadia y el empuje de un lúcido y original estilo, aunque constreñido por los marcos y rigores de la figuración, como se refleja en «Retrato de una bailarina española», de 1921 (obras que adquirió Duchamp); «Norte y sur», de 1917, o «Padres, el pueblo», realizado también en el mismo año.
Sin embargo, un viaje a París en los albores de 1920 le mostró las innovaciones de las nuevas vanguardias y abrió en él un periodo de 25 años caracterizados por la búsqueda constante de una identidad pictórica personal. Esta persecución, con sus múltiples variaciones y escisiones, es lo que narra la primera exposición que el Museo Guggenheim de Bilbao dedica a este creador. Una muestra, comisariada por Enrique Juncosa, sobrino nieto del artista, que reúne más de ochenta piezas que ilustran los distintos caminos que Miró transitó a lo largo de este tiempo.
Su alma quedó escindida desde el principio entre el lugar estético del que provenía y el encuentro con un horizonte artístico de envergadura más amplia y original. Una tesitura que simbolizó en una de sus telas más difundidas, «Autorretrato», de 1919, que más tarde compraría Pablo Picasso, y donde él mismo se inmortalizaría con un pijama rojo. Las diferencias que existen entre la parte izquierda y derecha de la chaqueta de la prenda que viste aluden a la dicotomía que se le presentaba: la tradición o la modernidad. La decisión fue clara.
En 1921, alquiló un estudio en el número 45 de la Rue Blomet, convirtiéndose en vecino de André Masson, y emprendió desde ese momento una fuerte renovación de su lenguaje pictórico que le obligaría a desechar aspectos fundamentales en los que asentaba la pintura occidental, como el volumen, la perspectiva y el realismo, que enseguida quedaron arrumbados en su arte. Iniciaba desde esa fecha temprana una serie de continuas indagaciones, prospecciones y metamorfosis que lo conducirían por distintas corrientes del momento, aunque siempre retrocediendo ante la enorme tentación que suponía la abstracción más pura.
La muestra arranca con esta disolución de lo realista y su tesón por emprender, en un ambiente de grandes revoluciones, un trabajo de enorme originalidad que terminaría desembocando en el universo de signos que poblarían sus cuadros a partir de 1945 y que la mayoría identifica con Miró. Se sumergiría en la desintegración de las figuras en símbolos («El caballero», de 1924, o «El león», de 1925) y abordaría los estilos de lo onírico «haciendo tabla rasa de lo que había hecho antes. Para él, el arte había perdido su sentido y consideraba que había que buscar sus aspectos mágicos», explica Juncosa.
Es un instante fundamental para el pintor, porque, junto al idioma de los sueños, sumaría una catenaria de ideas que marcarían su evolución. Se había dado cuenta de que no existe la posibilidad de cambio sin una transformación y halló una respuesta acertada a sus aspiraciones en el hombre primitivo, que poseía una lógica simbólica diferente al hombre contemporáneo de Miró.
Se agarraba así a lo primitivo, como también a esa frase arrojada por Paul Klee, quien aseguraba que «su pintura era abstracta, pero con memoria». Afirmación sobre la que reflexionaría. A estas renovadas bases de su pintura añadiría la influencia de la poesía de Paul Eluard, René Char o Antonin Artaud, entre otros, que le enseñaron el poderoso idioma de «la contradicción, lo fragmentario y la capacidad para romper con el sentido de las cosas». Como diría Margit Rowell, «la vida espiritual de Miró, su paisaje interior, era tan real para él como el sol, un insecto o una briza de hierba. (…). Su consciencia mito-poética raramente veía la realidad sin un filtro: el filtro que transformaba cualquier verdad en una Verdad Absoluta».
Aunque su prestigio crecía, todavía encontraba desplantes, como el que le dedicó André Bretón, que «lo acusó de infantil y poco intelectual», como subraya Juncosa, para más adelante él mismo retractarse y admitir que era «el más surrealista de todos». En medio quedaba ya un legado de fuerte impronta, en el que retoma la figura («El saltamontes», de 1926; «El pájaro del fuego», de 1927, y «Paisaje con gallo», de ese mismo año). En esta época también pintaría «Mujer con sombrero rojo», que se subastó en 2020 por 24,6 millones de euros, un ejemplo del enorme poder que adquirían los colores intensos en sus lienzos, y emprendería una colección de pinturas sobre fondo blanco, como «El sol» o «La estrella», en el que asoman ya emblemas de su nueva personalidad.
Los años treinta vendrían para Miró con virajes y evoluciones distintas. Aumenta el color y evoluciona el trazo de sus figuras, pero a finales de esa década, coincidiendo con las convulsiones europeas, la Guerra Civil española, la aparición del nazismo y la posibilidad de una guerra, el artista inicia una apuesta por una «pintura fea», como la ha denominado Juncosa, que realiza con materiales toscos, embrutecidos, como la arena o el alquitrán, que aplica no sobre telas, sino sobre masonita (la exposición ha reunido tres de estas obras).
El estallido de la Segunda Guerra Mundial hundiría a su pintura en el silencio. Solo entre 1940 y 1941, realizaría sus célebres «Constelaciones»(de las que se exhibe una). Su nombre renacería en 1945 cuando Pierre Matisse dedicó una exposición a su pintura. Era el primer europeo que mostraba su obra después de la contienda que había asolado el Viejo Continente. Acudieron Rothko y De Kooning. Era un maestro y se le consideraba un «eslabón entre el último Monet y Pollock». Un precursor de la pintura de acción. Ya era Miró y sus lienzos sobre fondo blanco fijaban por fin su lenguaje de signos.