"Los derechos en broma": el fin de la política para adultos
Abordar el infantilizado manoseo de lo público (y del público) y el abuso de lo emocional por parte del legislador no se antoja tarea sencilla, pero el profesor Pablo de Lora se atreve con ello en su nuevo libro
Que la exacerbada moralización y su exhibición ha alcanzado a las instituciones es algo que, desgraciadamente, constatamos a cada minuto. Que haya alcanzado incluso al legislador, a los instrumentos jurídicos que ordenan nuestra vida común, es algo que evidencia y expone, de manera magistral y meridiana, el último ensayo del profesor Pablo de Lora. Se caracteriza el catedrático por, con serenidad y elocuencia, no dejar charco sin pisar. Si nos deslumbró con su «Lo sexual es político (y jurídico)» y nos acabó de convencer con «El laberinto del género: sexo, identidad y feminismo», ahora, con «Los derechos en broma», se nos mete en el bolsillo. Porque abordar la perversa moralización de la política, el infantilizado manoseo de lo público (y del público) y el abuso de lo emocional por parte del legislador no se antoja tarea sencilla. «Hay una razón moral detrás de todas las normas, eso es inevitable», explica.
«Pero en lo que estamos ahora es en la exacerbación de la moralización. En un Estado liberal, un poder público que trata de organizar la convivencia, teniendo en cuenta que en la sociedad hay distintas concepciones de lo bueno, debe intentar ser lo más neutral posible. Aunque no vaya a conseguir serlo del todo, por supuesto. Pero lo que atestiguamos en los últimos tiempos es que esa neutralidad se ha tirado por la borda. Se han hecho cosas muy partisanas y muy sectarias. Hay un ejemplo escandaloso, que yo creo que no cuenta con precedente en toda la democracia española, y es que en una exposición de motivos, hablo de la de la despenalización del delito de coacciones en el que incurrían los famosos piquetes, se aproveche esa modificación del código penal para reprobar al gobierno de la legislación anterior, el del PP. En ese acto lo que hay no es ya hipermoralización, sino una ideologización insoportable. Porque el legislador es legislador, y lo es independientemente de cuál haya sido la mayoría que en ese momento se haya impuesto. Es una pérdida de formas, que es otro de los síntomas de esa ostentación moral y del que concibe la sociedad como un parvulario».
Precisamente esa ostentación moral se hace especialmente grotesca en algunas exposiciones de motivos de algunas leyes, rozando algunas lo abiertamente ridículo, entre lo literario y lo poético y, desde luego, totalmente fuera de lugar. «Las exposiciones de motivos es una cosa no tan común, no existe en muchos otros países y no nos habíamos visto antes en la necesidad de introducir estas leyes. Ahora se está diciendo que va a ser muy importante la exposición de motivos de la Ley de Amnistía. La ley de amnistía del 77, siendo tan trascendental, no tiene ninguna exposición de motivos. En su sentido originario hay una no inútil tarea que sería, de la manera menos poética y más recta posible, exponer cuáles serán los problemas que con esa ley se pretenden resolver. Y a mí este afán no me parece mal. Y es cierto que hay textos que tienen tal importancia para la ordenación de la vida colectiva que quizá se pueda entender que el legislador se ponga estupendo: la declaración de derechos del hombre y el ciudadano, la declaración de independencia de los EE UU, la constitución española... Pero –prosigue– lo absolutamente inaudito es no descabalgarnos de la excepcionalidad. Y como estamos en esa excepcionalidad, hay un legislador, que en este caso es el gobierno a través del decreto ley, que, como el ratoncito en la rueda, no para. Y no para de hacer muchas cosas, utilizando el instrumento legal, que no hacen falta. Que no son necesarias. Y como son cosas muy triviales en el fondo, un decreto ley que tiene tres artículos, en su aspecto normativo ocupa una página, pero le preceden trece de exposición de motivos que son la pura exhibición. Es el señalamiento constante de la virtud, el sacar pecho constantemente, mostrarse preocupado, concernido».
Y ejemplifica esta exhibición de la irreprochable moral del legislador, vía literatura, con un Decreto concreto: el 193/2023 del 21 de marzo, por el que se regulan las condiciones básicas de accesibilidad y no discriminación de las personas con discapacidad para el acceso y utilización de los bienes y servicios a disposición del público. «Este Decreto», comenta, «que es uno de tantos ejemplos, empieza con un muy loable “La accesibilidad universal permite que las personas con discapacidad puedan vivir en igualdad, en libertad, de forma independiente y participar plenamente en todos los aspectos de la vida, es decir, es un principio vehicular para poder hacer efectivos el resto de derechos. Esto implica que la accesibilidad supera los ámbitos en los que tradicionalmente se ubicaba, como pueden ser el urbanístico, el de transportes, el tecnológico o el audiovisual, proyectándose en todos los derechos y en todas las esferas de la vida en comunidad”. Y a partir de ahí está todo: vamos a poner todo en todos los ámbitos, en la industria, en las actividades artesanales, en todas las profesiones, en el consumo. Todo accesible, ajustado, independientemente de cuál sea la discapacidad de la persona trabajadora. Pero al llegar al final, a la disposición adicional primera, nos encontramos con un desconcertante “no aumento del gasto público. Las actuaciones que se deriven de la aprobación de este real decreto se realizarán con las disponibilidades existentes en cada ejercicio, sin que hayan de precisarse recursos adicionales para su realización”. Es decir, es todo puro postureo moral. Se exhibe probidad pero no tiene eso una traducción real más allá de la ostentación de esa moralidad. Porque sin destinar dinero a eso es imposible traducirlo en hechos concretos». Pero al Estado parvulario al que se refiere el autor no le gusta que le canten las verdades del barquero. Prefiere una realidad convenientemente maquillada, alicatada hasta el techo y que le permita dormir a pierna suelta sin interferencias. Alguien que no le diga las verdades que no quiere escuchar sin pasarlas antes por el filtro de la emocionalidad. «Parece que en las sociedades contemporáneas los ciudadanos no quieren ser interpelados, ni persuadidos, mucho menos incomodados. Es un poco lo que el profesor Félix Ovejero bautizó como La Lógica de Juncker, el que fue presidente de la Comisión Europea y que dijo aquello de “sabemos cómo salir de la crisis, lo que no sabemos es cómo salir reelegidos si hacemos las propuestas para salir de la crisis”. Yo cuento en mi libro la anécdota de la comparecencia del Gobernador del Banco de España en la discusión sobre los presupuestos durante el momento de la pandemia. El PIB estaba cayendo al 11%, una cosa inaudita desde la Guerra Civil. Y este señor, tan tecnócrata, muy educado y correcto, dijo, con mucha tranquilidad, que no se podían hacer unos presupuestos expansivos en un momento como ese. Y entonces –asegura– uno de los diputados, creo que era de JuntsxCat, le dijo que “usted se puede permitir decir eso. Nosotros, los representantes del pueblo, no”. El ciudadano medio prefiere que le mientan y le digan lo que quiere oír. Incluso sabiendo que es mentira».
¿Hay salida? «La solución sería», dice, «que haya un espacio político para la representación de los que queremos una política para adultos. Para los que anhelamos ese tipo de político que nos interpele, que incluso nos fastidie e incomode. Que no nos hable en lenguaje de madera y nos trate como interlocutores adultos».