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Literatura frente al nacionalismo en la Feria de Frankfurt

Irene Vallejo y Antonio Muñoz Molina protagonizan los discursos inaugurales de la edición número 74 de la mayor feria comercial de libros del mundo en representación editorial con España, este año, como invitada de honor
SASCHA STEINBACHEFE

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Depositando los anhelos resignificados de aquel apunte unamuniano sobre que “el fascismo se cura leyendo” y apelando al mestizaje cultural enriquecido de la historia de nuestra literatura frente al quebrantamiento territorial e ideológico de Europa, Irene Vallejo y Antonio Muñoz Molina inauguraban ayer la 74ª Feria del Libro de Frankfurt con España como invitada de honor articulando unos discursos enteramente conciliadores porque “uno de los dones de la edad es que favorece valiosas perspectivas en el tiempo”.
“Hace treinta y un años España era por primera vez país invitado a esta Feria del Libro de Frankfurt, y yo estaba entre los escritores españoles que participaban en ella. En 1991 los escritores que vinimos a Frankfurt llevábamos ya al menos quince años disfrutando de una plena libertad ciudadana y creativa, y cinco de la integración de nuestro país en Europa”, arrancaba Muñoz Molina antes de proseguir con una reivindicación del contagio generalizado de aperturismo en el que Europa parecía progresivamente estar instalándose y las consecuencias que más tarde sobrevinieron: “Había una presunción entre distraída y utópica de que el reino universal de la libertad se estaba expandiendo por el mundo, lo cual añadiría nuevas voces a la polifonía de la literatura, y ayudaría a rescatar otras voces sepultadas por la persecución y el olvido”. Sin embargo, la polarización exacerbada sobre la que navega oscilante el mundo de hoy, parece estar entorpeciendo la materialización de esos sueños amalgamados de convivencia creativa, de apareamiento literario.
“Treinta y un años después, Salman Rushdie, ejemplo admirable de hombre libre y escritor sin miedo se recupera de un ataque criminal contra su vida, y en muchos países las personas dedicadas al oficio de contar las cosas tan como son o de imaginarlas como podrían ser se enfrentan a la censura, a la cárcel, a la persecución, al asesinato. Soy consciente del privilegio de ejercer mi trabajo en un país democrático, en la anchura hospitalaria de la Unión Europea”, continuaba el escritor. Una dificultad, la de las censuras, que también resuena en los subrayados de Vallejo: “La historia de la literatura está también plagada de exilios, otra forma de vida fronteriza. Los escritores despojados de sus lectores, prohibidos en su patria, dependen de las traducciones para recuperar ese país irrenunciable que son los lectores. Mis padres me hablaron a menudo de las trastiendas de las librerías durante la dictadura, donde, con riesgo y espíritu aventurero, acudían a comprar ediciones de los títulos prohibidos en ediciones llegadas del extranjero. De nuevo, lo propio se salvó fuera”. Y añadía: “Como afirmaba Goethe en el “Diván”, se trata de ampliar y profundizar el propio idioma gracias a una lengua extranjera, permitir que la diferencia nos sacuda y nos renueve. Ahora mismo, pronuncia el mismo discurso con palabras amorosamente enhebradas una voz que no es mi voz, retirada en la intimidad de su cabina, a veces titubeante, ¿la escuchan? Mientras rugen los discursos que nos dividen, celebremos a quienes sigilosamente, en la leal penumbra, reconstruyen, con los sillares de la complejidad, desde la edición y la traducción, imaginarios de esperanza compartida”. Reivindiquemos, al cabo, la pluralidad y cooficialidad de las lenguas que vertebran el mapa literario de Europa, ese país en el que, como decía el propio Muñoz Molina sobre Madrid, nos gusta vivir, aunque tenga la culpa de todo.
A continuación exponemos la totalidad de ambos discursos:

Discurso de Irene Vallejo

Feria del Libro de Frankfurt 2022
España Invitada de Honor
Existe un atlas donde todos los territorios son mi tierra. Los he recorrido con el caminar de los ojos, que avanzan como viajeros por las praderas nevadas del papel, tras el rastro de esas oscuras pisadas –las letras–.
¿Qué manos nos entregaron el pasaporte a las geografías sin límite? Estos viajes audaces son posibles gracias al oficio de la traducción, que amplía los universos ajenos. Como escribió José Saramago, los escritores hacen las literaturas nacionales, mientras los traductores construyen la literatura universal. A quienes me han regalado la patria de su idioma, a quienes aceptan ser yo para que yo sea otra, mi familia de Babel, quiero hacerles saber en público mi gratitud infinita. Ahora mismo mis palabras se desdoblan en una traducción. El mismo río con distinta agua. Idéntica partitura, con diferente instrumento. Este discurso resuena en dimensiones paralelas que nos permiten estar juntos, las ideas cambian de piel para seguir palpitando: es el arte de unir universos, una tarea de bastidores y penumbras.
Les pido que agucen el oído y escuchen, aunque sonó hace siglos, la percusión rítmica de cascos de caballos. Los jinetes son hombres sabios: astrónomos, físicos, matemáticos, filósofos. Acuden desde toda Europa, por tierra y mar. De sus ropas polvorientas brota un hedor desagradable a sudor de senderos, bosques, posadas, establos y puertos: la fetidez acompaña al trotamundos la baja Edad Media. Estos individuos malolientes y hambrientos de saber viajan a la ciudad de Toledo, en Castilla, encrucijada de oriente y occidente, el lugar donde se conservan y traducen cuidadosamente los rescoldos de la sabiduría clásica y bizantina, enriquecida por el conocimiento científico y literario hindú, reinterpretado por la cultura islámica y traído a la península Ibérica por la dinastía Omeya. En ese territorio de frontera se condensa una larga historia mediterránea de esplendores. ¿Qué buscan nuestros hediondos personajes? Han cruzado el continente en búsqueda de traducciones que copiarán y enviarán, en baúles o alforjas, dando tumbos, a las universidades, monasterios y estudios de Montpellier, de Marsella, de París, de Bolonia, de Pisa, de Oxford, de Praga, de Viena, de Heidelberg.
En Toledo, territorio fronterizo, había nacido una fabulosa escuela de traductores, cuya onda expansiva llegaría a Salamanca, Sevilla o Tarazona, donde brotaron escuelas, centros de traducción, bibliotecas, espacios de conocimiento y saber compartido. Pocas veces recordamos hoy que el Pachatantra hindú o las obras de Aristóteles perdidas en occidente llegaron a Europa por estas rutas. Fueron traducidas del árabe al castellano, en fechas tan tempranas como el año 1080, y de ahí, siglos después, desde el latín, al alemán o al inglés. Los pensadores europeos de los siglos XI, XII y XIII bebieron de esas fuentes a través del manantial de La divina comedia, de Dante y la Summa Theologica, de Santo Tomás, influidos ambos, profundamente, por Ibn Arabi de Murcia o por Averroes de Córdoba.
Al principio, mientras gobernaron reyes lo suficientemente inteligentes y tolerantes, las bibliotecas fueron protegidas, y las diferentes comunidades de estudiosos judíos, musulmanes, cristianos mozárabes y cristianos romanos pudieron trabajar juntos. Aquellos sabios traductores fueron gentes tenaces y mestizas. Inventaron el vocabulario con el que explicar las nuevas ideas. Nuestra deuda con sus búsquedas y afanes es inmensa: algunos clásicos han llegado a nosotros solo como traducciones. Ciertas obras indispensables para entender Europa sobrevivieron al naufragio del tiempo porque cuidaron de ellas en tierras extrañas y culturas ajenas. En palabras de Walter Benjamin, la traducción se alumbra en la eterna supervivencia de las obras y en el infinito renacer de las lenguas.
Cervantes les hizo un homenaje sutil. El Quijote se presenta como la traducción de una crónica escrita por un imaginario sabio musulmán llamado Cide Hamete Benengeli. En un momento trepidante de las andanzas del caballero, el manuscrito se interrumpe de pronto y Cervantes, el narrador, busca desesperadamente otro ejemplar para conocer el desenlace. El lugar donde recuperaremos el hilo de la historia es, por supuesto, Toledo. En un mercado de la ciudad aparece un misterioso cartapacio escrito en caracteres arábigos. Un morisco que pasaba por ahí descubre en esos papeles las aventuras de don Quijote, y recibe el encargo de traducirlos. Cuando la versión en castellano está lista, ya podemos sumergirnos de nuevo en la lectura. Me fascina que este clásico se disfrace de traducción. Un juego, sí, pero también un reconocimiento a esa trenza de culturas, idiomas y filosofías que una vez fuimos.
Tras dos o tres siglos de frágil tregua, el mestizaje dio un vuelco triste hacia la obsesión por la pureza de sangre y las expulsiones, que padecerán los judíos sefardíes y los moriscos. Aún así, desde sus orígenes, la literatura española, como el propio don Quijote, desciende de La Mancha –la tinta manchada del mestizaje y la mezcla, también de sus distintas lenguas y acentos–. El género mestizo por excelencia, la novela, alcanzó su forma moderna en España. La novela picaresca, nuestra peculiar aportación, está poblada por personajes marginales, impuros e impúdicos. Desde la Celestina, escrita probablemente por un judío, hasta el hambriento y despreciado Lazarillo o los viajes por los bajos fondos europeos de La lozana andaluza. Fruto de otras amalgamas y heridas, nacerán el inca Garcilaso de la Vega, la cubano-española Gertrudis Gómez de Avellaneda, que escribió la primera novela antiesclavista de la historia, los romances bastardos de Lorca y el corazón gitano y negro del flamenco.
La historia de la literatura está también plagada de exilios, otra forma de vida fronteriza. Los escritores despojados de sus lectores, prohibidos en su patria, dependen de las traducciones para recuperar ese país irrenunciable que son los lectores. Mis padres me hablaron a menudo de las trastiendas de las librerías durante la dictadura, donde, con riesgo y espíritu aventurero, acudían a comprar ediciones de los títulos prohibidos en ediciones llegadas del extranjero. De nuevo, lo propio se salvó fuera. Una de esas autoras proscritas, la filósofa María Zambrano, escribió que el pensamiento nace del acto de preguntar, cuando una idea quiebra los moldes que la contienen. Por eso traducir es una tarea filosófica, henchida de preguntas, desgarro y renacer. O, como afirmaba Goethe en el Diván, se trata de ampliar y profundizar el propio idioma gracias a una lengua extranjera, permitir que la diferencia nos sacuda y nos renueve.
Ahora mismo, pronuncia el mismo discurso con palabras amorosamente enhebradas una voz que no es mi voz, retirada en la intimidad de su cabina, a veces titubeante, ¿la escuchan? Mientras rugen los discursos que nos dividen, celebremos a quienes sigilosamente, en la leal penumbra, reconstruyen, con los sillares de la complejidad, desde la edición y la traducción, imaginarios de esperanza compartida. Frankfurt es, precisamente, capital y encrucijada de traducciones. Aquí la literatura y las ideas vienen en busca de otra piel, de renacimientos sin fin. Al traducir, partimos de la diferencia para reivindicar la cercanía. Afirmamos que es preciso usar la imaginación para ser fieles. Sabemos, como Goethe, que los idiomas extranjeros se buscan, se necesitan, se intercambian regalos y metáforas. Como María Zambrano, nos exiliamos al país interminable de las páginas para explorar las preguntas más audaces. Como Cervantes, esperamos que, en la algarabía de un mercado, un desconocido bilingüe haga continuar el relato. Somos los descendientes –duchados y perfumados– de aquellos viajeros ávidos de conocimiento que cabalgaban hace siglos rumbo a Toledo, en busca de las rutas misteriosas y mestizas de los libros.

Discurso de Antonio Muñoz Molina

Feria del Libro de Frankfurt 2022
España Invitada de Honor
Uno de los dones de la edad es que favorece valiosas perspectivas en el tiempo. Hace treinta y un años España era por primera vez país invitado a esta Feria del Libro de Frankfurt, y yo estaba entre los escritores españoles que participaban en ella. En 1991 los escritores que vinimos a Frankfurt llevábamos ya al menos quince años disfrutando de una plena libertad ciudadana y creativa, y cinco de la integración de nuestro país en Europa. De entonces a ahora una generación entera ha tenido tiempo de hacerse adulta, ya sin el lastre ni la sombra de la dictadura, y sin el asombro de la novedad de la democracia, pero también sin muchas de las seguridades que en 1991 dábamos por supuestas. Alemania estaba entonces recién reunificada, y la esperanza y la gradual realidad del sistema democrático se abrían para los ciudadanos de los antiguos regímenes comunistas, incluso para los de Rusia y las ex repúblicas soviéticas. Había una presunción entre distraída y utópica de que el reino universal de la libertad se estaba expandiendo por el mundo, lo cual añadiría nuevas voces a la polifonía de la literatura, y ayudaría a rescatar otras voces sepultadas por la persecución y el olvido.
Pero en 1991 Salman Rushdie llevaba ya dos años escondiéndose de la condena a muerte dictada por imanes fanáticos, y la libertad de espíritu y de expresión era muy peligrosa o del todo imposible de ejercer fuera del ámbito de las democracias liberales. Treinta y un años después, Salman Rushdie, ejemplo admirable de hombre libre y escritor sin miedo se recupera de un ataque criminal contra su vida, y en muchos países las personas dedicadas al oficio de contar las cosas tan como son o de imaginarlas como podrían ser se enfrentan a la censura, a la cárcel, a la persecución, al asesinato. Soy consciente del privilegio de ejercer mi trabajo en un país democrático, en la anchura hospitalaria de la Unión Europea.
Los escritores que ahora rondamos los sesenta y tantos y los setenta años fuimos los jóvenes que llegamos al oficio de la literatura al mismo tiempo que nuestro país llegaba a la democracia. Teníamos un mundo entero por contar, y para nuestra sorpresa encontramos una nueva comunidad de lectores que se interesó ávidamente por nuestros libros, y encontramos también editores internacionales y públicos de otros idiomas que ensanchaban el ámbito de nuestra literatura. Fuimos casi los primeros escritores españoles que no padecían otros límites que los que a cada uno le impusiera su propio talento.
Hablo, claro, sobre todo de escritores varones. Una de las grandes diferencias entre la literatura española que vino a Frankfurt en 1991 y la que llega ahora es la irrupción de las mujeres, que siempre han sido la parte mayoritaria del público lector, y ahora empiezan a tener la presencia que les corresponde en los catálogos editoriales y en el ecosistema general de la literatura. No hay mayor diversidad que la surgida de la imaginación libre, del ejercicio soberano de la observación, la invención, el recuerdo, la diatriba. Cuantas más personas, hombres o mujeres, de cualquier origen de nacimiento o de clase o condición sexual, accedan a una educación de calidad, mayor y más variado será el número de las que elijan manifestar su creatividad a través de las artes. En estos treinta y un años, en la literatura española, se han multiplicado las voces, y por lo tanto los mundos, y mucho de lo que antes permanecía sometido al secreto o se decía en voz baja ahora se declara con una rotundidad afirmativa que tiene mucho de desafío, de proclamación de la vida irreductible de cada uno, porque las formas expresivas de la literatura pueden ser tan variadas como las del deseo o la identidad personal. Yo no sé si ahora, en conjunto, la literatura española es mejor o peor que hace treinta años, y ni siquiera si es más libre. Lo que sí sé, y celebro sin reserva, es que es mucho más variada y plural, en todos los sentidos. Y lo es también porque en España se hace una rica literatura en las otras lenguas igual de nuestras que no son la castellana, y porque nuestro español ibérico está siendo cada vez más enriquecido por el de quienes escriben en América Latina y publican en España y quienes forman parte de la gran emigración que en los últimos decenios ha llegado de allí, y está presente en todos los ámbitos de la vida española.
Y ese es otro de los cambios formidables que han sucedido en nuestro país en estas tres décadas. En 1991 había poco más de 300.000 extranjeros residentes en España. A fecha de hoy, son 7.200.000, el 15,2% de la población. Han venido de América Latina, de Marruecos, de China, del Este de Europa. Un país que hace treinta años era casi del todo homogéneo ahora es uno de los más diversos de Europa. Ese cambio tan profundo ya ha empezado a reflejarse en nuestra literatura, en la que se van incorporando las voces que cuentan la experiencia de la inmigración. Y eso, como escritor y como lector, me llena de esperanza. Serán los hijos y las hijas de los inmigrantes los que impulsen una nueva edad de la literatura española. Eso ya está sucediendo en toda Europa, y es uno de los mejores antídotos contra los viejos fantasmas europeos del nacionalismo y la xenofobia. Educación pública y justicia social son las condiciones necesarias para que no se malogre el talento. Educación pública, justicia social, buenas bibliotecas, y también un grado máximo de libertad de expresión y libertad de espíritu.
No hay causa justa cuya defensa haga necesaria la censura o justifique la coacción. En medio de la ruina y la mortandad provocadas a lo largo de Europa por las guerras de religión, Michel de Montaigne ejerció la libertad de conciencia, la curiosidad crítica, el sentido de la irreverencia, el recelo y la burla de los dogmas, el placer de la conversación civilizada, todos esos raros dones europeos que solo unos años después Miguel de Cervantes iba a convertir en la hermosa ficción de Don Quijote de la Mancha. La ironía y el gusto de vivir y de imaginar y contar de Michel de Montaigne y Miguel de Cervantes son dones tan valiosos para la literatura como para la ciudadanía. En el instante en que dejamos de defenderlos o en que aceptamos cobardemente renunciar a su pleno ejercicio estamos empezando a perderlos. Mi oficio de escritor, mi vida misma, son inseparables de mi condición de ciudadano libre de España y de Europa. En estos tiempos tan inciertos, y tan poblados de incertidumbres, temores y amenazas, casi la única certeza que podemos tener es la integridad en el ejercicio de nuestro trabajo, y el compromiso cotidiano con los valores civiles en los que se sostiene.