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¿Por qué hay que leer a Andrew Doyle?

Hace algunos años, sería impensable que en el debate público estuviera la libertad de expresión, y, sin embargo, hoy defendemos algo que creíamos ganado
Andy Lo PòThe Telegraph

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En algún momento y en algún lugar hubo seguro un niño primero que, ante el adulto que pregunta: «¿Qué pedirías a un genio si te concediese un solo deseo?», en vez de contestar: «Todos los dulces del mundo» o «Que estalle mi colegio por los aires», respondió: «Deseos infinitos». Si a ese mismo niño le hubiesen preguntado cuál de los Derechos Universales elegiría si solo pudiese defender uno, su respuesta habría sido, estoy convencida, «La libertad de expresión», pues con él sería nuestro espabilado niño primigenio capaz de defender todos los demás derechos del ser humano. Es el libro de Andrew Doyle, «La libertad de expresión», pues, la respuesta extendida de nuestro niño sabio al adulto insidioso.
La primera reacción es de estupor, lo sé. Leer en pleno siglo XXI un título como «La libertad de expresión» y por qué es tan importante produce la misma sensación, casi de sonrojo, que se experimentaría ante un «El agua moja y te diré el motivo». Pero es esa, precisamente, una de las razones por la que es un libro necesario: todos estamos a favor de la libertad de expresión y todos damos por sentado que es un derecho ya conquistado, tan seguro y establecido que no necesita defensa, que no corre peligro. Y sería ese nuestro primer error, pues es imprescindible su protección constante de la amenaza evidente, siempre asediada por los poderes que querrán callar al que disiente, de aquellos a los que interesa que no sean escuchadas las voces que discrepan. Pero también de la amenaza queda, de nosotros mismos y de nuestros prejuicios.
Si hiciésemos una pequeña encuesta a nuestro alrededor, es probable que todo el mundo se muestre a favor de la libertad de expresión y en contra de la censura, y así lo manifieste sin mayor problema ni duda en voz alta.

Los chistes como semilla del mal de la corrección política

Pero si afinamos un poco más, si preguntamos por afirmaciones xenófobas, chistes sobre víctimas de terrorismo o abusos infantiles, expresiones abiertamente ma- chistas o comentarios desconsiderados hacia, por ejemplo, discapacitados y desfavorecidos, es muy posible que una buena parte de nuestros encuestados piense que ahí se debe poner un límite, marcar una línea roja. Y es ahí donde se tambalea la defensa de la libertad de expresión y ahí justo donde es necesario recordarnos su importancia y reforzarla. Precisamente en ese punto en el que se evidencia el divorcio entre la facilidad con la que podemos expresar nuestro compromiso con ella y el conflicto que supone mantener esa postura en la práctica, cuando defenderla supone hacerlo también para aquellos con los que estamos abiertamente en desacuerdo, cuyas opiniones e ideas nos repugnan incluso. Para los perversos, los desconsiderados, los idiotas, los desagradables y los mezquinos. Para los equivocados, los estúpidos, los desinformados, para los mentirosos y los ignorantes, los manipuladores y los interesados. Para esos, que siempre son los otros, qué casualidad, nunca nosotros, es también la libertad de expresión.
No tema el lector extrañar a Titania McGrath, la valleinclanesca criatura del autor. La voz de Doyle aquí, la suya propia, no precisa de la sátira ni el desdoblamiento para ser efectiva. No es necesaria la farsa ni el disfraz. Andrew Doyle -él, sin artificio, a cuerpo gentil- nos ofrece un lúcido y sólido ensayo que nos es de utilidad a todos:

A los convencidos defensores de la libertad de expresión.

Para ordenar y articular nuestras ideas porque alguien ha sido capaz de expresar mejor que nosotros aquello que pensamos, pero tan complicado es defender en voz alta, de forma directa y efectiva. Para entender por qué hemos llegado a determinadas conclusiones de manera intuitiva, sin saber muy bien cuál ha sido el proceso reflexivo, la secuencia de argumentos, que las apuntala y justifica. No será para nosotros la palmadita en la espalda condescendiente del que ha venido únicamente a reafirmarnos en nuestras convicciones, sino la explicación razonada que nos ayude a mantenernos firmes justo cuando estas se tambalean y nos hacen dudar, donde flaquea nuestra empresa y más importante es permanecer en el empeño. Para no sentirnos desamparados.

También para aquellos que no la defienden tanto

Si se atreven a encarar su lectura de manera desprejuiciada y libre, con afán de aproximarse lo máximo posible a eso que llamamos «la verdad», les servirá para recibir el regalo generoso de la más eficaz y temida de las armas contra los poderosos, los tiranos, los totalitarios y los malvados, contra las amenazas que acechan a nuestras democracias, a veces desde dentro y disfrazadas de responsabilidad de Estado, convencidas -convenciéndonos- de que lo hacen por nuestro propio bien y no por otros oscuros y ocultos intereses. Para entender que, si la libertad de pensamiento es preciada posesión, la libertad de expresión es esta hecha verbo. Y por qué negársela al otro es, contra todo pronóstico, negársela a uno mismo primero. Si a nuestro sabio niño primigenio le preguntase ahora el incansable adulto insidioso por un único libro elegido por él para ser leído por todos aquellos que hoy en día participan, de una forma u otra, en el debate público, respondería, no lo dudes: el nuevo de Andrew Doyle, «La libertad de expresión».