Bretón al autor de 'El odio': «Me entusiasma tu propósito»
Luisgé Martín se enfrenta al peligro de ser seducido por el asesino


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Entre julio de 2021 y diciembre de 2023, Luisgé Martín mantuvo una relación con José Bretón a través de diferentes medios: intercambiaron unas 60 cartas, tuvieron al menos una llamada telefónica –de 8 minutos, el máximo permitido–, y se vieron una vez en persona en la prisión de Herrera de la Mancha. Ese encuentro cara a cara, en diciembre de 2023, fue clave para cerrar el proceso narrativo del autor, que necesitaba mirar al asesino a los ojos para acabar su libro.
En «El odio», Martín no solo explora un crimen espeluznante; se enfrenta directamente a su autor. El narrador decide contactar de modo epistolar con el hombre que en 2011 asesinó a sus dos hijos pequeños, Ruth y José, como venganza contra su exmujer. Lo hace impulsado por un interés que él mismo define como «antropológico o humano. Casi metafísico». Lo que encuentra en esa correspondencia va más allá de lo previsto: empatía, desconcierto y el peligro de ser seducido por el asesino.
La primera respuesta del culpable lo descoloca: «Me entusiasma tu propósito». Esa frase, aparentemente cordial, abre un abanico de preguntas que persiguen al escritor a lo largo del volumen. ¿Por qué alguien condenado por un crimen tan brutal se muestra interesado en que se escriba sobre él? ¿Es deseo de redención, de confesión, de notoriedad? Luisgé baraja varias hipótesis: tal vez quiere contar su versión desde un lugar menos morboso que el sensacionalismo mediático; quizá es puro narcisismo, como apuntaron los psiquiatras que le diagnosticaron un «trastorno de la personalidad narcisista»; o simplemente, una necesidad humana de conexión, ya que –como explica el autor– desde que murió su madre «está completamente solo en el mundo».
Los encuentros continúan produciéndose. Primero son cartas, largas, cuidadosamente redactadas por el condenado. Luego llamadas desde prisión. Finalmente, la visita en persona. El novelista viaja hasta la cárcel. Al principio lo observa con distancia. Más tarde, lo escucha con inquietante naturalidad. «A veces olvidaba que era un asesino. Conversábamos como dos personas que ya se conocen desde hace años», escribe.
Pero Martín nunca baja la guardia. En cada respuesta detecta una estrategia del filicida: suavizar su figura, minimizar su responsabilidad. El asesino admite el crimen, sí, pero solo ese crimen. Todo lo demás, dice, es exageración. Se describe como un hombre correcto, incluso dulce. En una de sus cartas escribe: «He hecho cosas reprobables… como comerme unas patatas fritas sin pagar o saltarme un semáforo en rojo».
El autor no da crédito. «Bretón intenta convencerse y convencerme de que fue un buen padre, un esposo entregado… hasta el instante en que mató», escribe. Asegura que lo hizo no por odio, sino para evitar que sus hijos fueran criados por la familia de su exmujer: «la abuela y la tía drogadicta». Bretón insiste: «Por muchos condicionantes que tuviera en contra, no debí hacer lo que hice».
En su relato no busca tanto el perdón como la reescritura. No es remordimiento lo que transmite, sino una narrativa alternativa: la del hombre que un día perdió el control, pero que no merece cargar con una imagen de monstruo absoluto. Sin embargo, la frialdad de su actitud durante el juicio contradice esa versión. «Aparecía con un rostro afilado y seco; ojos grandes muy abiertos sin ningún brillo de emoción o de remordimiento», recuerda el autor. Y añade: «Era Mefistófeles encarnado en la tierra».
Una peligrosa empatía
A veces, al colgar el teléfono o salir de la sala de visitas, el escritor se sorprende a sí mismo sintiendo cierta cercanía con el criminal. Y se obliga a recordarlo: mató a sus propios hijos. Su proyecto inicial –entender al asesino– se llena de grietas. «No puedo entender la violencia sobre un hijo», admite. «Y esa es la razón por la que escribí este libro».
Los encuentros con el verdugo no revelan una gran verdad. No hay confesión catártica ni remordimiento genuino. Lo que hay es cálculo, ambigüedad, y una especie de teatralidad. En las cartas, Bretón dulcifica todo. En persona, mantiene una actitud serena, casi impecable. No busca redención: busca comprensión, justificación o incluso manipulación. «¿Y si lo que quería era seducirme, convencerme de que era mejor de lo que parecía? ¿Conseguir un tercer grado?», se pregunta.
Sin embargo, el cronista sigue intentando comprenderlo. «Después de varios años de correspondencia, después de visitarle en la prisión y de conversar con él por teléfono de vez en cuando, no sé decir aún cuál es el origen verdadero de su interés literario», confiesa. Esa cercanía se convierte en un terreno incómodo, casi peligroso: «empecé a tener con él una familiaridad de viejos conocidos y a olvidar ocasionalmente que era un asesino sanguinario».
«El odio», entonces, no es solo un libro sobre el asesino confeso: es una inmersión en las sombras del alma humana. El autor se acerca, escucha, pregunta… y no sale ileso. Lo que comienza como una investigación intelectual termina revelando los límites de la empatía. Porque mirar a los ojos del asesino y dejar que te hable no es un acto neutro. Es una prueba de fuego. Una que quema.