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Lanthimos vuelve al cine de la crueldad en el Festival de Cannes

El director de moda presentó ayer en Cannes su nueva, ambiciosa y estupenda película, «Kinds of Kindness», protagonizada por Emma Stone
El director griego Yorgos Lanthimos vuelve con "Kinds of Kindness"
El director griego Yorgos Lanthimos vuelve con "Kinds of Kindness"Scott A Garfitt/Invision/APAP
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

Cannes (Francia) Creada:

Última actualización:

Los que creían que Yorgos Lanthimos había abandonado el cine de la crueldad, tendrán en las casi tres horas de “Kinds of Kindness” un recordatorio de que quién tuvo, retuvo. Ese regreso al territorio de “Canino”, “Langosta” y “El sacrificio del ciervo sagrado”, tres títulos que se llevaron premio en Cannes, puede tener que ver con la reaparición de su co-guionista habitual, Efthimis Filippou, después de ausentarse en “La favorita” y “Pobres criaturas”. El título, por supuesto, es irónico: concebida como un tríptico (tres películas por el precio de una), el filme nos informa de que la amabilidad según Lanthimos es áspera, sórdida y devastadora.
La ambiciosa, estupenda “Kinds of Kindness” se erige en un compendio enciclopédico de la obra de Lanthimos. Aquí nos encontramos los vínculos afectivos entendidos como un enfermizo juego de poder y control, sintetizado en un catálogo de normas a cuál más humillante; la libertad como espacio de horror vacui identitario; la construcción de mundos cerrados y opresivos, que representan ese deseo tan humano de pertenecer a una comunidad, de ser aceptado socialmente; la ritualización bizarra de lo cotidiano; y el actor como epicentro de la escena. A Emma Stone, cómplice de Lanthimos por tercera vez, se le añaden Willem Dafoe, Jesse Plemons, Margaret Qualley y Hong Chau, que, en cada segmento, interpretan distintos personajes que, sin embargo, establecen extrañas rimas entre ellos, como si sucesivamente se quitaran una máscara que siempre revela el mismo rostro. Es mejor enfrentarse a los argumentos de “Kinds of Kindness” lo más virgen posible: solo decir que Lanthimos cree con tanta convicción en su propio imaginario que cualquier salida de tono -un asesinato entendido como acto de amor, un pulgar como dádiva preciosa, el milagro de la resurrección- se integra con naturalidad en la lógica interna de un universo que es realista e imposible a un tiempo, y que se consume a sí mismo en un magma de nihilismo.
En “Oh Canada”, Paul Schrader adapta “Los abandonos”, la última novela de Russell Banks. Amigos desde los tiempos en que convirtió “Aflicción” en una de sus obras maestras, Banks y Schrader compartían un estado de salud precario, y la sensación de que la muerte rondaba sus almohadas. “Los abandonos” cuenta la historia de un cineasta que, como Banks (falleció en 2023), estaba muriendo de cáncer. Era una oportunidad de oro, pensó Schrader, para hacer su película testamentaria. En su reencuentro con Richard Gere después de la seminal “American Gigolo”, hace más de cuarenta años, “Oh Canada” desmitifica la figura de un documentalista, Leonard Fife, que, agonizando, mientras concede su última entrevista, explica su vida como un rompecabezas de piezas que no encajan. Habla la memoria para contradecirse, para que veamos que la identidad no es más que la ficción del yo que queremos proyectar hacia el mundo, y que uno mismo es el narrador menos confiable que existe. Sin embargo, siendo muy fiel a la novela, la película de Schrader no consigue transmitir del todo su antipática melancolía. Hay en ella una atonalidad, una falta de intensidad dramática, que hacen que el personaje de Fife sea más anodino de lo que merece, a lo que contribuye lo poco explotada que está, narrativamente hablando, la importancia simbólica de su faceta como célebre documentalista. ¿No habría sido más interesante potenciar las simetrías entre el relato difuso y confuso de su existencia y los vínculos de su profesión con la captación y la manipulación de la realidad?
Un Coppola felizSi, en la alfombra roja, se le vio avejentado, apoyándose en Adam Driver para subir las escaleras del Grand Theatre Lumière, en la rueda de prensa de “Megalópolis” Francis Ford Coppola estaba mucho más animado, a pesar de que la recepción del filme en Cannes ha sido, como mínimo, divisiva. Blindado por todo su equipo artístico y parte de su familia (su hermana Talia Shire, su sobrino Jason Schwartzmann, su nieta Cosima), Coppola no parecía demasiado preocupado por haberse gastado parte de su fortuna en una película tan a contracorriente (“El dinero no importa. Lo que importa son los amigos. Los amigos nunca te defraudan. El dinero puede evaporarse”), opinó sobre el Hollywood actual (“Los estudios están muy endeudados y buena parte de su trabajo no es hacer películas sino pagar sus obligaciones de deuda”) y se despidió con una máxima feliz. Porque esto es lo que pensará en su lecho de muerte: “He visto a mi hija (Sofia) ganar un Oscar, he hecho vino y he hecho todas las películas que quería hacer. Y estaré tan ocupado pensando lo que he logrado que cuando me muera ni me daré cuenta”.
El matrimonio homosexual en Rumanía ni está ni se le espera. De hecho, el cuarenta por ciento de la población ve la homosexualidad con malos ojos, y no fue hasta el año 2000 que se eliminó por completo toda legislación hecha en contra de la homosexualidad, que el régimen comunista de Ceaucescu castigaba con penas de prisión. Son datos a tener en cuenta a la hora de entender la notable “Tres kilómetros hasta el fin del mundo”, de Emanuel Parvu, la última película a competición de la jornada de ayer en Cannes.
El principal problema de Adri, un joven que pasa sus vacaciones de verano en el delta del Danubio en casa de su familia, no es haber sido víctima de una agresión homófoba sino que la agresión hace visible su orientación sexual, hasta entonces clandestina, para sus padres. La película, con el rigor habitual del cine rumano -con un extraordinario dominio de la tensión narrativa, sometida a las exigencias de un realismo de plano fijo y largo-, examina el vía crucis del chico -con ritual exorcista incluido- a la vez que pone de manifiesto la corrupción de un sistema -policial, familiar- al que le importa más salvaguardar las buenas costumbres de una moral reaccionaria hasta lo inverosímil que hacer justicia protegiendo a las víctimas.