Puertos de profundo calado: los griegos en la península ibérica
La arqueología desmitifica la antaño denominada colonización griega y evidencia una estrecha convivencia entre los helenos y los pueblos íberos
La presencia permanente de colonos griegos en el occidente mediterráneo conllevó un largo periodo de dinamismo que en cierta medida agitaría el panorama político y cultural de las distintas poblaciones que conformaban tan vasto y variado territorio. No en vano, los relatos de los historiadores griegos clásicos se llenaron de alusiones a las colonias griegas occidentales –sobre todo de la Magna Grecia al sur de Italia y de Sicilia– y a sus gestas políticas, a menudo marcadas por el conflicto entre ellas mismas o con otras potencias comerciales como la etrusca o la púnica, pero también, cómo no, a su arte, su arquitectura y su filosofía, que dio algunos de los nombres más ilustres del mundo clásico.
Los griegos que frecuentaron la península ibérica o se establecieron allí en comunidades estables lo hicieron de una forma mucho más discreta, quizá no tan brillante en algunos aspectos pero sí en mayor armonía con las poblaciones locales, con las que se hibridaron estrechamente, hasta el punto que muchas de las supuestas colonias griegas que mencionan las fuentes clásicas –como Akra Leuke, Alonís o Hemeroskopeion– nunca han sido halladas, y arqueológicamente se piensa más en la existencia de asentamientos autóctonos con frecuentación griega o con barrios griegos que puramente en colonias fundadas por estos.
Como buenos amantes del mar, los helenos que llegaron al extremo occidente tenían su particular agenda comercial, que en parte había sido precedida y favorecida por el flujo fenicio y nurágico (de Cerdeña) que había establecido rutas de navegación estables hacia occidente desde hacía siglos, en especial hacia el sur peninsular. Aunque en estos tiempos más remotos de los primeros siglos del I milenio a. C. llegaron materiales de distintos puntos de Grecia y el Egeo, los protagonistas indiscutibles de la etapa siguiente, en especial a partir del siglo VI a. C., serán los foceos, pobladores de una colonia de la Jonia (en la actual costa turca) que, a decir de las fuentes, se vieron muy beneficiados por los contactos con el mítico rey tartésico Argantonio, quien supuestamente habría sufragado de su propio bolsillo la construcción de la gran muralla que defendería la metrópoli griega.
El propio mito griego ya insistía desde esta misma época en que su legendario héroe «civilizador» Heracles había viajado antes a aquellos territorios y erigido allí aquellas famosas columnas a uno y otro lado del estrecho de Gibraltar. Sin embargo, más allá del relato mítico y su escasa concordancia con ciertos aspectos observables –la arqueología suele insistirnos a menudo en aquello de que «todo es más complejo de lo que parece»–, la realidad material sí señala la construcción de una gran muralla en Focea en el siglo VI a. C. Con o sin reyes locales, lo cierto es que la vía comercial con el sur peninsular debió de dar su fruto.
Pero allí donde es más palpable la huella de los foceos es en el nordeste peninsular. Desde que fundaran Massalia (Marsella) entorno al 580 a. C. llegarían con fluidez al litoral oriental de la Península ingentes materiales griegos, sobre todo cerámicas áticas pero también el vino massaliota –y antes que este el etrusco– en las regiones del norte. Todo este flujo vendría articulado principalmente a través de Emporion (L’Escala, provincia de Girona), que por entonces era un sencillo puerto recién fundado pero que con el tiempo terminaría siendo una ciudad verdaderamente próspera a la sombra de Roma.
Si Emporion fue fundada directamente por foceos o bien por massaliotas carece de importancia, pero lo que sí resulta llamativo es que se escogiera un lugar en el que ya había población autóctona y que tanto en sus necrópolis como en sus viviendas veamos una clara mezcla de elementos de la cultura ibérica local con otros de marcado carácter griego. El mismo problema fundacional lo tenemos en el puerto griego de Rhode (Roses, Girona), de la hoy sabemos que la supuesta fundación rodia (de la polis de Rodas en la isla del Dodecaneso) que mencionan los autores griegos era un elemento de propaganda antiguo más que una realidad tangible. Pese a los problemas que supone su excavación por la ocupación del enclave por estructuras posteriores de época medieval y moderna, sabemos que tuvo un origen más tardío, de comienzos del siglo IV a. C. Emporion y Rhode, las únicas colonias griegas hispánicas que conocemos arqueológicamente son, en cualquier caso, auténticos tesoros para el conocimiento de la realidad griega en el territorio peninsular.
Hoy no se habla ya de «colonización griega» en la península ibérica, porque a nivel de población esta no tuvo un impacto directo destacable, y a menudo el intento de identificar espacios o comunidades de origen griego aquí y allí deriva en debates sobre la etnicidad que son más estériles que otra cosa. En suelo peninsular, el mundo griego hizo gala de un helenismo híbrido, siempre en sintonía con las necesidades autóctonas, aun sin dejar de lado con ello su propia identidad, que señala un estrecho vínculo con el resto del mundo helénico.
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