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Olimpiadas y «hooligans» en el mundo clásico

El fenómeno de los fanáticos del deporte no es reciente; tampoco su emocionalidad cuando iban a un espectáculo
Escultura encontrada en Ostia que representa a dos luchadores en plena competición
Escultura encontrada en Ostia que representa a dos luchadores en plena competiciónPatricia González
La Razón

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Si bien las inscripciones que nos hablan del deporte griego y romano prefieren centrarse en los atletas y presentar un idílico paisaje de orden y buena gestión, las fuentes nos dejan ver que todo podía ser un poco más caótico y violento. Ya en la Iliada dos personajes, Idomeneo y Ayante, están a punto de llegar a las manos por una discusión sobre quién iba a ganar una carrera de carros. Y en una época más histórica, Polibio calificaba las masas de volubles e ingratas (y a los griegos en general con ellas, aunque de forma disimulada), pero le encontraba la utilidad, ya que eran fácilmente manejables.
Peor debió de ser la experiencia de Dion de Prusia en Alejandría, ya que, directamente, decía que los espectadores actuaban, al entrar en el teatro o el estadio, «como si tuvieran allí sus drogas enterradas». De hecho, no solo se enfadaba porque no parecía que los alejandrinos fueran capaces de ver un espectáculo en silencio, sino porque, al final, este era lo de menos y nadie se enteraba de nada. Además, un cierto desprecio al público se volvió común entre las élites, que consideraban vulgar el agradar a las masas. Claudio Eliano daba un ejemplo (posiblemente inventado) de un entrenador que había golpeado a su atleta victorioso porque el público se había entusiasmado con él, así que no podía haberlo hecho bien.
En cambio, también existía lo que hoy llamaríamos «comportamiento parasocial», es decir, la vinculación a un personaje famoso que no tiene ni idea de que ese seguidor siquiera existe. Las odas de algunos poetas, como Píndaro, a los atletas están muy cerca de esa visión, y los grafitos pompeyanos llamando «delicia de las chicas» y «orgullo de las chicas» a los gladiadores, aunque sean bromas internas, nos dan una cierta idea de este fenómeno. Las fuentes también nos hablan de alguna mujer de la alta sociedad que acabó fugándose con un gladiador. El autor cristiano Tertuliano criticó los espectáculos por la idolatría y la crueldad, pero también por el mal comportamiento de los espectadores, con gritos y peleas, pero que también manifestaban un amor o un odio desmedidos a los protagonistas.
Roma fue, igual que Grecia, tumultuosa y pasional en estos asuntos. De hecho, algunas revueltas famosas empezaron precisamente por el enfrentamiento entre hinchadas rivales. Los disturbios de Niká, en Constantinopla, contra Justiniano en el 532, empezaron precisamente como un combate entre dos facciones deportivas, los azules y los verdes, en torno a las carreras de carros. Los autores cuentan que la rivalidad deportiva primó incluso sobre los lazos de sangre. Algo parecido sucedió en Pompeya, que sufrió el cierre de su anfiteatro como castigo por unos disturbios que empezaron en el mismo. Un fresco conservado en la ciudad, además del relato de Tácito, nos dejan constancia de estos altercados en los que los insultos dejaron paso a las piedras y estas a los cuchillos.
Evidentemente, en la enemistad de estos «hooligans» había intereses mayores que una disputa sobre quién daba mejor espectáculo. Las asociaciones en torno al deporte ocultaban rivalidades entre ciudades enfrentadas, como en las Olimpiadas, en la que los espectadores se juntaban por origen, o en Pompeya, donde la rivalidad con la vecina ciudad de Nuceria fue la que encendió los ánimos. Lo mismo pasaba con los disturbios contra Justiniano, en los que los intereses influían mucho en qué lado decidías militar. Tampoco ayudaba que hubiera asientos reservados por estatus social, origen o, incluso, profesión.
Si bien hay mucho debate actualmente sobre cómo se comportan las masas o sobre si hay, tan siquiera, algún modelo real para predecirlo, parece claro que los espectáculos y el deporte, que congregaban grandes multitudes de forma habitual y repetida, podían canalizar y organizar diferentes identidades e intereses. Esos grupos podían arropar a sus favoritos, favorecer un sentimiento de comunidad o, por el contrario, reaccionar de forma violenta ante eventos enormemente emocionales. Salía lo mejor y lo peor de cada persona y cada grupo. Quizá, en algunas cosas, no hemos cambiado tanto.
  • Para saber más: «Las primeras Olimpiadas. Arqueología e Historia n.º 55». DESPERTA FERRO. 68 págs. 7,50 euros