“No se meta en política”: cómo Franco gestionó la II Guerra Mundial
Franco aplicó una cambiante estrategia diplomática en la II Guerra Mundial, no guiándose por la ideología sino buscando obtener el máximo beneficio tras el fin del conflicto
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«Haga como yo, no se meta en política». Esta frase es atribuida a Francisco Franco, y puede sorprender. El líder del bando Nacional durante la Guerra Civil (1936-1939) y jefe de estado durante décadas afirmando, con total convicción, que no debería uno meterse en política. Pese a lo sorprendente, lo cierto es que fue una máxima de actuación durante el régimen: evitar los conflictos ideológicos y ser pragmático. Obviamente, Franco tenía ideología y, de la misma manera, por supuesto que se «metió» en política. Lo que quería significar esta frase, atendiendo a las acciones de Franco durante su gobierno, respondía al carácter salomónico con el que tendía a resolver los conflictos políticos tanto dentro como fuera de su gobierno. Evitar el choque directo y optar siempre por la opción que más beneficios aportase sin importar mucho que planteamiento le diese origen.
Existen muchos ejemplos de esta actitud, tal vez los más claros siendo con los constantes cambios de ministros para evitar luchas internas o mala imagen internacional. Así cayeron de la cúpula Serrano Suñer por su radical filonazismo cuando se veía que Alemania perdería la II Guerra Mundial, o Girón de Velasco, demasiado falangista para el desarrollismo del Opus Dei de los años sesenta. Empero, el caso más relevante de esta actitud pragmática se puede observar en el juego diplomático llevado a cabo durante la II Guerra Mundial.
En este contexto, Franco decidió no casarse con nadie al mismo tiempo que buscaba amigarse, en la medida de lo posible, con todo el mundo. De tal manera, se ideó durante el final del conflicto el famoso plan de las «tres guerras», como recoge el célebre historiador Paul Preston. En Europa, Franco mantendría un apoyo distante a los gobiernos de Hitler y Mussolini, proporcionando espacios de actuación y vendiendo a ambos países el valioso Tungsteno, que en España abundaba. Pese a esto, la situación diplomática del país sería siempre «no beligerante», es decir, un apoyo ideológico y económico, pero no militar. Así, manteniéndose esa situación hasta ver que bando ganaría la guerra para, finalmente, a partir de 1943 cuando el conflicto se inclinaba del bando aliado, declarar su absoluta neutralidad y comenzar a dar privilegios a los norteamericanos.
En el frente oriental, contra la Unión Soviética, la actitud fue bien diferente. Franco, profundamente convencido del peligro del comunismo, decidió crear –junto a Ramón Serrano Súñer– la División Azul, un grupo de voluntarios que lucharía contra los soviéticos. De esa manera, pagaba el apoyo de los alemanes durante la Guerra Civil al mismo tiempo que se amigaba con los americanos, también profundamente anticomunistas y que comenzarían a ver a Franco como un freno a los tentáculos soviéticos que se habían expandido por España durante la II República. Tanto sería así, que, al comienzo de la Guerra Fría, el presidente Einsenhower favorecería la entrada de España en las Naciones Unidas para frenar la influencia comunista en Europa.
Por último, el eje final se encontraría en el Pacífico. En este frente España se decantaría por una oposición a los japoneses, a los que Franco consideraba unos «bárbaros orientales», en palabras del historiador Florentino Rodao. Si bien en un comienzo, como en el caso alemán e italiano, se le dio un apoyo explícito, según avanzaba la guerra se cambió de parecer, de nuevo, para tratar de acercarse al bando aliado que iba a vencer. Primero, se negó al Imperio Japonés la posibilidad de establecer embajadas. Después, la Delegación de Prensa Nacional envió comunicados que afirmaban la convicción de España de luchar «contra la política japonesa de signo anticristiano y antioccidental». La ruptura completa de relaciones se produjo tras la batalla de Manila, entre febrero y marzo de 1945, en la que el Imperio Japonés arrasó la capital filipina aplicando una política de tierra quemada, asesinando a civiles de forma masiva. Tras eso, en Madrid se planteó la opción de declarar la guerra al país nipón y ayudar a los americanos. Casi se inició, pero la Santa Sede y Portugal enfriaron los ánimos. El gobierno de Franco jugó a nivel internacional de una forma tremendamente pragmática, no dejándose llevar por planteamientos ideológicos, sino buscando siempre el beneficio en lugar de las cercanías. En resumen, Franco no se metió en política, al menos, según su forma de verlo.