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Matrimonio de los Reyes Católicos: ¿unión por amor o pacto de Estado?

El amor, más poderoso que la muerte en palabras de Quevedo, nunca tuvo tanta fuerza como la estrategia y el anillo en el dedo anular fue resolviendo los distintos rompecabezas que planteaba el devenir de España
Retrato de los Reyes Católicos
Retrato de los Reyes CatólicosReal Academia de la Historia

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Desde siempre, los enlaces matrimoniales en la realeza han estado constreñidos por la alta política. El amor, más poderoso que la muerte en palabras de Quevedo, nunca tuvo tanta fuerza como la estrategia y el anillo en el dedo anular fue resolviendo los distintos rompecabezas que planteaba el devenir de España. Uno de los ejemplos de esta realidad lo protagonizaron la entonces princesa Isabel de Castilla y el heredero de la Corona de Aragón, Fernando.
En el caso de Fernando, y sobre todo tras la muerte de su hermanastro Carlos de Viana, estaba claro que heredaría el trono de su padre, Juan II; pero no se puede decir lo mismo de Isabel. Cuando vio la luz en 1451, reinaba en Castilla Juan II, que se casó dos veces: la primera con María de Aragón, enlace del que nació el futuro Enrique IV y, tras la muerte de ésta, con Isabel de Portugal, madre de la futura Isabel la Católica y del infante Alfonso, muerto en la adolescencia.
De acuerdo con la ley de sucesión de Castilla, el heredero sería el hijo mayor y, en efecto, así sucedió. En 1454, cuando Isabel contaba tres años de edad, su hermanastro Enrique ciñó la corona. Si este no se hubiera casado o no hubiera tenido hijos o hijas –en Castilla nunca rigió la Ley Sálica–, el trono lo habría heredado Isabel, pero no fue el caso, ya que Enrique IV se casó en dos ocasiones: una con Blanca de Navarra –matrimonio anulado– y, la más importante para la historia, con Juana de Portugal, madre de Juana.
Isabel, por tanto, perdió toda esperanza de heredar el trono, pero muchos nobles caste- llanos no compartían la forma de gobernar de Enrique y extendieron el rumor de que el monarca era impotente, arrojando dudas sobre su condición sexual e insinuando que, en realidad, su hija Juana, nacida en 1462, era fruto del noble castellano Beltrán de la Cueva, el valido del rey. De ahí que a la niña se le empezara a conocer como la Beltraneja y fuera considerada ilegítima por algunas facciones nobiliarias.
Con el fin de silenciar los rumores, zan- jar la polémica y evitar la guerra civil (que estallaría igualmente), Enrique IV cedió a la presión y, en el pacto de los Toros de Guisando (1468), reconoció a Isabel como princesa de Asturias (el infante Alfonso ya había fallecido) y, por tanto, heredera de la Corona de Castilla.
Más que un gesto de generosidad, Enrique pretendía con este movimiento controlar a su hermanastra, a quien puso como condición que contrajera matrimonio con Alfonso V de Portugal. Su estrategia era clara: si su hermanastra se casaba con él, no solo se convertiría en la reina consorte del país vecino, sino que, en virtud del mismo tratado, se proclamaría reina de Castilla, con lo que podría materializarse la ansiada reunificación de los reinos peninsulares.
Desde el punto de vista político, nadie podía albergar dudas sobre los beneficios que reportaría el enlace, pero, desde la óptica personal, no era la opción más apetecible para Isabel. Fernando el Católico constituía la otra alternativa en liza, auspiciada por Juan II de Aragón, el padre de Fernando. En este caso, la boda conllevaría la unión de dos poderosos reinos, Castilla y Aragón, y la diferencia de edad entre los contrayentes era mucho más ajustada (un año frente a los dieci- nueve con Alfonso).
Otro candidato en discordia era Pedro Girón, maestre de Calatrava, cuyas lealta- des evolucionaron radicalmente a lo largo de su biografía. Creció con su hermano Juan Pacheco en la corte y, cuando Enrique IV heredó el trono, este nombró valido a Juan y a él le otorgó varios títulos nobi- liarios. Con el transcurrir del tiempo, se enemistaría, sin embargo, con el rey, tras ser desplazado su linaje en favor de Beltrán de la Cueva.
En la farsa de Ávila (1465), un grupo de nobles proclamó rey a Alfonso, el hermano de Isabel la Católica, y Girón apo- yó su causa. Con el fin de atraerse de nuevo sus simpatías, Enrique le propuso la mano de Isabel, pero Girón murió repentinamente en 1466, y el proyecto se frustró. A la postre, Isabel no cumplió con el “deber fraterno”, y en 1469 se casó con Fer- nando de Aragón, lo que hizo que Enrique declarara nulo el tratado de los toros de Guisando y en 1470, mediante la ceremonia de la Val de Lozoya, restituyera los derechos sucesorios de su hija, Juana la Beltraneja.
El matrimonio entre Isabel y Fernando presentaba, no obstante, un serio inconveniente: sus lazos de consanguinidad, ya que eran primos segundos –esto es, sus abuelos eran hermanos–, un brete que solo podría solventarse con una bula papal. Ante el temor de ganarse la enemistad de otros rei- nos, el papa Paulo II no se decidía a firmar la dispensa, y, a la hora del enlace, se presentó una falsa bula, pretendidamente firmada en 1464 por el antecesor de Paulo en la silla de Pedro, Pío II. Al “engaño” contribuyeron el enviado de la Santa Sede Rodrigo de Borgia y el entonces obispo de Segovia, Juan Arias, quien firmaría las capitulaciones. Al no haber, al menos oficialmente, impedimentos eclesiásticos, la ceremonia se celebró el 18 de octubre de 1469 en el palacio de los Vivero en Valladolid, con la presencia del arzobispo de Toledo y de Diego Rangel como notario.
Como es evidente, los esponsales no habían sido bendecidos por Enrique IV, y se desarrollaron en las circunstancias más rocambolescas: Isabel acudió al recinto poniendo como excusa que iba a visitar la tumba de su hermano Alfonso, fallecido el año anterior y enterrado en Ávila, mientras que Fernando tuvo que cruzar Castilla disfrazado de mozo de mulas.
Hubo que esperar a la muerte de Pau- lo II para que Sixto IV, consumado ya el matrimonio, concediera la bula definitiva, fechada el 1 de diciembre de 1471 y con- servada hoy en el archivo de Simancas.
Los últimos años del reinado de Enrique fueron muy aciagos para Castilla, que se tornó ingobernable. A su muerte en 1474, el terreno ya estaba abonado para la tan temida guerra civil entre los partidarios de Isabel y los de Juana. El esposo de Isabel –cuya experiencia militar se remontaba a la guerra civil catalana, en la que había luchado siendo adolescente– fue uno de los baluartes de su causa, en tanto que Portugal no hay que olvidar que la madre de la Beltraneja era portuguesa y que esta se había terminado casando con el rey de Portugal– y Francia apoyaron a Juana.
El enfrentamiento resultó favorable al bando isabelino, con las victorias decisi- vas de Toro y Albuera. En 1479, el tratado de Alcaçovas reconoció a Isabel reina de Castilla, junto con Fernando, su aliado, y Juana perdió todos los derechos sobre el trono. ¿Podríamos verificar a día de hoy la legitimidad o no de Juana la Beltraneja? Lo cierto es que no, ya que, a su muerte, fue enterrada en Lisboa, donde residía, y sus restos desaparecieron en el terremoto que asoló la ciudad en 1755. Las fuerzas de la Naturaleza se aliaron contra su memoria...
Isabel y Fernando hicieron valer la con- cordia de Segovia (1475), por la que Isabel concedía a su marido igualdad de derechos en la administración de justicia, moneda y otros privilegios, pero manteniendo para sí la titularidad del reino. El desposorio de los Reyes Católicos –y en esto no hay excepción ni singularidad– tuvo como principal objeti- vo la descendencia y la continuidad en la su- cesión de las respectivas Coronas de Castilla y Aragón. Por eso, hablar de los hijos de los Reyes Católicos equivale a hablar de política exterior y relaciones internacionales.
El primer vástago de su unión fue una niña, Isabel, que nació en 1470 en Dueñas y fue proclamada princesa de Asturias en 1476, en una ceremonia en Madrigal de las Altas Torres (Ávila). Como su padre aún no había accedido al trono de Aragón, no fue designada heredera de ese reino; y ya que aún no se había hecho efectiva la famosa bula papal, en caso de haber heredado el trono no habría faltado quien reprobara su legitimidad dinástica.
Los Reyes se inclinaron porque su hija se casara con el príncipe heredero de Portu- gal, Alfonso, pero éste murió poco después por las heridas sufridas tras la caída de un caballo. Aunque ni en Castilla ni en Aragón se vetaba el ascenso al trono de las mujeres –y ahí están Urraca de Castilla o Petronila de Aragón–, los varones eran los preferidos, ya que, en caso de guerra, ellos mismos podían dirigir a las tropas en el campo de batalla. De ahí que el segundo hijo, Juan, nacido en Sevilla en 1478, desplazara en la cadena sucesoria a su hermana y fuera proclamado heredero de Castilla en las cortes de Toledo y de Aragón (en las de Tarazona se le nom- braría príncipe de Gerona).
Cuando contaba 19 años, falleció, y el problema de la sucesión se resolvió con el nuevo juramento de Isabel de Aragón, la primogénita, como princesa de Asturias. En ese momento, Isabel, que había contraído ya segundas nupcias con el nuevo rey de Portugal, se encontraba embarazada y falleció al dar a luz a un niño, Miguel de la Paz. Más allá del duro golpe que representó para los Reyes Católicos la pérdida de dos de sus hijos en un par de años, la sucesión empezó a tambalearse. El siguiente en la línea era el nieto de los Reyes, pero tampoco éste sobrevivió a la infancia, ya que en 1500, cuando todavía no había cumplido dos años, murió en Granada.
Y es aquí donde entra en juego la terce- ra hija de sus católicas majestades, Juana “la Loca”, nacida en 1479 y que, en efecto, heredaría el trono, si bien sería su hijo Carlos quien timoneara los destinos de la Monarquía Hispánica. Los Reyes Católi- cos tuvieron otros dos hijos: María –que se casó con el rey de Portugal, viudo de su hermana– y Catalina, que fue casada con el heredero al trono de Inglaterra, el príncipe Arturo, y al morir éste con su hermano el rey Enrique VIII, en un intento por asegurar la alianza con este país.
El reinado de Isabel y Fernando trajo con- sigo la institucionalización de la monarquía autoritaria en España, que se prolongaría durante toda la dinastía de los Austrias. No obstante, la unión era meramente dinástica y no política, por lo que las instituciones, excepto el Tribunal de la Inquisición, nunca fueron comunes a ambos reinos.
Los Reyes Católicos fraguaron nuevos instrumentos de control y gobierno. Uno de ellos fue la Santa Hermandad (1476), que trató de atajar los problemas derivados del caos en que la Guerra de Sucesión había sumido a Castilla, mortificada por disturbios callejeros, bandolerismo y saqueos. El cuerpo fue creado por el asturiano Alonso de Quintanilla y el burgalés Juan de Ortega, y su creación sancionada por los Reyes, que pretendían con él no solo avanzar en materias de seguridad y paz social, sino limitar el poder de los alcaldes y vigilar a los nobles levantiscos. Fue, de hecho, el equivalente del Somatén aragonés, que había visto la luz en la Edad Media.
Dos años más tarde, en 1478, se reor- denó la Contaduría Mayor de Cuentas, que se convertiría en el mayor instrumento fiscalizador del Reino, con la misión de contabilizar todos los ingresos. En el siglo XVI, este organismo evolucionaría hacia la Hacienda Real de Carlos V. Al finalizar la Guerra Civil en Castilla en 1479, los Reyes convocaron Cortes en Toledo en 1480.
La cita sirvió para tejer la principal innovación institucional de la época: el Consejo de Castilla, que apartó a la nobleza y otorgó mayor capacidad de decisión a letrados y funcionarios reales, más en consonancia con la voluntad de los monarcas. Este órgano de asesoramiento real ejercía como Tribunal Superior de Justicia y tuvo su reflejo en Aragón, cuando Fernando II creó el Consejo de Aragón. Y hubo otras novedades. Para afianzar el poder real, se impulsó la figura de los corregidores, una suerte de representantes de los reyes en las ciudades, que ostentaban una jerarquía superior a los alcaldes.
Tras la conquista de Granada, se creó asimismo una Audiencia o Chancillería en esta ciudad, que vino a sumarse a la de Valladolid. Sin duda, uno de los aspectos más con- trovertidos de su reinado fue la creación del Tribunal del Santo Oficio, la temida Inquisición, instituida en 1478 por una bula papal de Sixto IV en respuesta a una petición de los Reyes Católicos. Con jurisdicción en Castilla y Aragón, el arraigo en este último territorio fue considerablemente menor.
Cuando los Reyes Católicos subieron al trono se encontraron con una sociedad feudal, fuertemente jerarquizada y esta- mental. La nobleza, los cargos eclesiásticos y los campesinos encarnaban los tipos humanos en la España del siglo XV. Fueron Isabel y Fernando quienes protagonizaron la transición del mundo medieval a la Edad Moderna y auspiciaron el nacimiento de una nueva clase social: la burguesía, que se ganaba la vida de forma independiente a través de la práctica comercial.
En primer lugar, los Reyes implementaron una serie de medidas conducentes a controlar al clero. Así, las Órdenes militares pasaron a estar bajo la autoridad de la Corona. Frente a la tolerancia religiosa, que había permitido la convivencia de las distintas confesiones, los monarcas se propusieron como fin la homogeneización, incurriendo en una inflexibilidad que ha sido condenada por la historiografía más reciente.
En 1492, decretaron la expulsión de los judíos y, aunque en principio se veló por el respeto a los musulmanes, en 1502 estos acabarían corriendo la misma suerte. Este celo religioso hizo que el papa español Alejandro VI les otorgara el título de Reyes Católicos en 1494. Por otra parte, las principales fuentes de riqueza de la sociedad castellana eran la agricultura y la ganadería lanar. Para apoyar a esta última, los Reyes otorgaron privilegios a la Mesta y promulgaron la Ley de Defensa de Cañadas en 1489, que se sumaba a las exenciones dispensadas por sus antecesores en el trono, como la del cumplimiento del servicio militar o testificar en juicios.
Y nada partidarios de que su autori- dad fuera contestada por la nobleza, no dudaron en despojarla de su influencia política, recompensando con mayor influencia y poder a los corregidores de su cuerda. Los Reyes Católicos pusieron, en definitiva, los cimientos de una nueva España, que en gran medida explica y determina la nuestra.

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