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Cuando EE UU desechó quedarse México

El 4 de enero de 1848 el senador John C. Calhoun pronunciaba en el Capitolio un discurso trascendental sobre el futuro de las tierras mexicanas en el país vecino
Litografía de la Batalla de Cerro Gordo, decisiva en la guerra entre México y EE UULR

Madrid Creada:

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«Bah, los mexicanos son una raza india y mestiza, inculta, inferior. No merecen estar en la Unión», dijo el norteamericano John C. Calhoun apurando el café. Los senadores demócratas sureños que le rodeaban asintieron. «La raza caucásica es superior –siguió diciendo–, como demuestra nuestro arte, la cultura, la democracia, la economía, señores, y, sobre todo, la facilidad con la que hemos conquistado México». Alguien habló de la anexión de Texas en 1845, territorio en teoría mexicano, que provocó la guerra entre Estados Unidos y México hasta 1848.
«Es correcto incorporar Nuevo México y California a la Unión –siguió diciendo Calhoun– porque están prácticamente deshabitadas. No tendremos que ocuparnos de esos mestizos mexicanos que no sirven para la esclavitud ni para la democracia. ¿Cómo dar el voto a esa gente? No son como nosotros». Uno de los senadores recordó a Calhoun que todavía no había empezado la sesión en el Senado, que se guardara los argumentos para cuando se enfrentara a los parlamentarios opuestos a la guerra y a la asimilación.
Ahí terminó la reunión informal. Cada senador a su olivo. Calhoun recogió los papeles. Era un tipo estrafalario. Su altura y ojos erráticos le conferían una imagen de dogmático imbatible, de Nosferatu de teatro ambulante. En pocos años pasó de pegarse el pelo al cráneo a implosionar sus cabellos como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Calhoun pretendía mostrar fiereza y determinación. No en vano era el mandamás de Carolina del Sur, por donde era senador. Defendía la esclavitud, que veía como un «bien positivo». Los negros eran poco más que animales –sostuvo en muchas ocasiones–, que necesitaban la guía del hombre blanco. El blanco les daba trabajo, casa y comida para civilizarlos. Esa era la gran misión del norteamericano, pensaba Calhoun, cumplir con el destino manifiesto de poseer el continente americano dado por la Providencia y llevar la civilización blanca.
«Los españoles habían dejado una América del Sur libre pero débil, dirigida por una raza mestiza llena de apellidos de raíz hispana, dominada por caudillos orgullosos e ignorantes», concluía Calhoun. Los españoles debían haber colonizado con familias blancas, las propias, y liquidar a los indios. Así era la verdadera conquista, la inmigración por superioridad, como la de sus padres. El senador era hijo de un inmigrante británico, había estudiado en la Universidad de Yale, y consiguió sacar adelante la plantación gracias a los esclavos. A partir de ahí se dedicó a la política, llegando a la vicepresidencia de Estados Unidos.
Sonó la campanilla. Era la llamada a los senadores para que acudieran a la sala del Capitolio. El debate era trascendental aquel 4 de enero de 1848. ¿Debía Estados Unidos tomar todo México dada la sencillez de la conquista? Los periodistas estaban de pie en el corredor, y los invitados en los palcos estaban expectantes como si se fuera a interpretar «La Traviata». Cada senador, en su mesa, consultaba papeles o hablaba con los más cercanos. El presidente dio comienzo a la sesión. Calhoun tomó la palabra. Se hizo el silencio. Su discurso iba a ser trascendental.
Sin prolegómenos ni medias tintas, sin calmantes ni paños calientes, Calhoun lo soltó: «No». Estados Unidos había conquistado «muchas de las tribus indias vecinas», pero «nunca» pensó en incorporarlas a la sociedad. En América del Sur los españoles habían hecho lo contrario y así habían acabado, con guerras de independencia y desagradecimiento. Solo se podía sumar a la Unión, dijo Calhoun, a personas de raza caucásica. No interesaba incorporar a los mexicanos, que como no fueron exterminados por los españoles, eran «más de la mitad indios puros», y el resto de «sangre mestiza». Hizo una pausa y sentenció: «Protesto contra la incorporación de un pueblo así».
«La gran desgracia de lo que antes era la América española se debe al error fatal de poner a la raza de color en igualdad de condiciones con la blanca. Ese error –continuó Calhoun– destruyó el orden social que formaba la base de su sociedad». Los españoles pensaron que los indios, también los de México, eran capaces de gobernarse por sí mismos, pero estos carecían, dijo, de «excelencia moral e intelectual». Solo eran capaces, como se había visto tras la independencia de España, de tener caos y dictaduras. Por esta razón, dijo Calhoun mirando alrededor, sería un «gran y fatal error» tratar a los mexicanos como iguales, incorporar a su gente a la Unión, porque expondría «nuestra libertad a riesgos». Los senadores demócratas rompieron a aplaudir. El negocio estaba concluido.
Los periodistas se miraron entre sí. El plumilla del Louisville Democrat, un tabloide del sur, iluminó a sus compañeros exhibiendo una potente sonrisa: «Vamos a incorporar las tierras vacías del norte, como California, Nuevo México y Arizona, todo el territorio de valor que podamos adquirir y esté despoblado. No queremos mexicanos».