La carta inédita de don Juan de Austria sobre la victoria de Lepanto
El combate acabó con la invencibilidad del turco. El historiador Alfredo Alvar explica el triunfo y revela la carta que don Juan de Austria escribió tras la victori
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Celebramos este mes la batalla naval de Lepanto. El choque se libró en el golfo de ese nombre, antesala del de Corinto. En aquel lugar se enfrentaron las dos armadas de galeras hasta entonces más potentes y voluminosas que nunca se habían encontrado (unas 213 cristianas y otras 233 musulmanas). Se da la circunstancia de que la guerra de galeras era la clásica en el Mediterráneo desde la Antigüedad y que precisamente en Lepanto se libró el último de los grandes choques de este tipo de barcos, al tiempo que otras naves, los galeones, empezaban a surcar la mítica ruta del «Galeón de Manila» desde esta ciudad asiática a Acapulco, cerrándose la verdadera primera globalización, al ir y venir –desde luego que en diferentes cantidades– personas y bienes e ideas desde Sevilla a Indias, y desde allí a Asia y vuelta. Los marinos del Imperio español navegaban, transportaban o peleaban simultáneamente con galeras en el Mediterráneo y con galeones en los océanos. Para comprender las causas de aquella monumental batalla hay que remontar un tanto las aguas. El avance turco por la Europa oriental era un hecho evidente: desde finales del siglo XIV en que Serbia y Bosnia caían bajo el dominio turco en adelante, hasta 1453 con la caída de Constantinopla, en Europa se consolidaron dos mundos, uno cristiano al Occidente y otro islámico al Oriente, siendo el oriental –de nuevo– el invasor, el agresivo, conta el que había que defenderse.
Por eso, la Reconquista de Granada el 2 de enero de 1492 tenía un significado heroico en las mentes de los cristianos. Más los ataques de variados tipos de practicantes de la religión de Mahoma por las costas mediterráneas, bien en asaltos a poblaciones costeras para hacer botines de hombres, mujeres o niños, bien para rapiñar o destruir cuanto se encontraran a su paso; más los ataques logísticamente mayormente complicados por tierra contra la cristiandad, como las dos marchas sobre Viena (1529 y 1566), en la segunda de las cuales, durante el verano de 1566, murió el sultán Solimán el Magnífico en el asedio de Szigetvar (hoy en Hungría; sé que no hace mucho se buscaban sus restos en las proximidades del campo de batalla; aquel asedio dio nacimiento al héroe nacional de Croacia y Hungría, Nicolás Zrinyi; Selim II y Maximiliano II firmaron una tregua en 1568). En conclusión: el avance turco, su agresividad, se manifestaba por tierra, que había quedado claro que era posible frenar, y por mar, en donde se mostraban mucho más poderosos.
No debe olvidarse que en 1538 se había firmado una primera Liga Santa entre Roma, Carlos V y Venecia, pero que no obtuvo grandes resultados: en la batalla naval de la Préveza, las galeras de Andrea Doria habían sido vencidas por las otomanas. Por ello los esfuerzos españoles por sentar plazas en el Norte de África desde las que poder menguar la potencia de la presencia directa o con aliados y súbditos del Imperio otomano por el Mediterráneo occidental: de ahí el salto y conquista por Cisneros de Orán y Mazalquivir, o de tantas victorias y retiradas por plazas fuerte del Mediterráneo septentrional, los famosos «presidio» en español, o el intento de construir una frontera desde Sicilia a Túnez que dividiera a grandes rasgos el Mediterráneo en dos; de hecho, la gran victoria de 1535 de Carlos V en Túnez, ¡en Cartago!, fue histórica (y de ahí los cartones que se conservan en Viena para los tapices que son de nuestro patrimonio y que se exponían y usaron en el siglo XVII con profusión para mostrar la grandeza de la monarquía de España), así como fue calamitoso el fracaso de la campaña de Argel de 1541, en la que también estuvo en persona el emperador Carlos V de «feliz memoria», como les gustaba citarle.
A su vez, en la Península Ibérica hubo dos sublevaciones de musulmanes en el antiguo Reino de Granada, la última entre 1568 y 1571, que instó a Felipe II a trasladarse a Córdoba y a traer tropas desde Italia al mando de don Juan de Austria y sumarle efectivos comandados por los más importantes generales de sus tiempos; y, por otro lado, los ataques otomanos a posesiones venecianas en el Mediterráneo, que auguraban que el mar, tarde o temprano, se iba a teñir de rojo. En 1565 sitiaron Malta y en 1569 asaltaron Chipre, territorio veneciano, conquistando la isla: el envío de 180 galeras por Felipe II no llegó a tiempo.
Todo ello, y el pacto de no agresión firmado también entre Francisco I y Selim II, animó a Pío V a poner en marcha las negociaciones para conseguir una segunda Liga Santa al estilo de la de 1538. Sin entrar en más detalles, la rubricaron el Papa, Felipe II y Alvise Mocenigo, dux de Venecia, el 20 de mayo de 1571. La Liga tenía un carácter eminentemente militar, estratégico. Si difícil había sido lograr la rúbrica de los aliados, no menos lo fue conseguir que se reunieran con disciplina las galeras venecianas al resto de los efectivos militares.
A grandes rasgos, el pacto que se suscribía implicaba que Felipe II correría con el sufragio de la mitad de los costes; Venecia con un tercio y Roma con un sexto. Venecia pondría al servicio del pacto más buques que los demás, pero Felipe II más hombres. Al principio se deseaba que la Liga tuviera una vigencia de 12 años, en la que participarían 300 naves, 50.000 infantes y 4.500 jinetes. A finales de agosto, don Juan se desplazó a Mesina y, una vez reunidas las fuerzas navales (12 galeras pontificias, 126 venecianas, 101 españolas y 20.000 infantes) y puestos al frente sus comandantes (Álvaro de Bazán, Luis de Requessens, Juan de Cardona, Andrea Doria, Marco Antonio Colonna, Sebastián Veniero, etc.; y eso que no cito los tercios de Lope de Figueroa, Pedro de Padilla, Diego Enríquez, Miguel de Moncada…) pusieron rumbo a Grecia para ir a buscar a la escuadra otomana. Escuadra que, por otro lado, se había ido fortaleciendo (hasta los 210 buques) toda vez que llegaban noticias desde Occidente de la formación de esa Liga Santa.
A mediados de septiembre don Juan salió de Mesina, fondeó en Otranto para hacer aguada y cargar otros bastimentos, enviar buques a inspeccionar el Mediterráneo desde Corfú e ir preparando la logística final. Así, ordenó ponerse en marcha hacia el golfo de Corinto, al tiempo que Juan Andrea Doria mandó aserrar la punta de los espolones de sus galeras para que el disparo de la artillería, al cabecear los barcos, fuera en línea recta y sin impedimentos contra la de flotación enemiga: por vez primera las galeras iban a librar una batalla tanto de infantería de marina como de artillería.
Por su parte, Alí Bajá mandó que su orden de combate fuera en media luna, y mal informado sobre la potencia de los cristianos, no presintió el riesgo. En la vanguardia de la flota cristiana lucían las seis inmensas galeazas fuertemente artilladas y a continuación las 63 de don Juan que defendían el centro, flanqueado por Colonna, Veniero y Requesens. La derecha la arropaban las 60 galeras de Doria, y la izquierda, las del veneciano Barbarigo que casi iban rozando la costa pues esa era su misión, impedir que entraran los turcos por un lateral e hicieran una maniobra. Cerraba la formación cristiana un cuerpo de 35 galeras de don Álvaro de Bazán, que estaban prestas a socorrer a quien lo necesitara.
La batalla empezó a las diez de la mañana. Antes se habían cumplido todos los rituales de la guerra de entonces, que ensalzaba el honor y la dignidad de los combatientes. Y mucho antes, se había concedido un jubileo para los combatientes y los que murieran en combate.
Y comenzó el fragor de la batalla. El retumbar de las armas de fuego. El repiqueteo de las órdenes de los cómitres. Los silbidos de las balas. Los olores de la pólvora, del fuego, de la carne quemada. Los alaridos, los gritos de dolor y, en general, la excitación y el miedo. Tras ser abordada la «Sultana», un cristiano malagueño, héroe de los héroes, pero del que no sabemos su nombre, remató de un arcabuzazo al malherido Alí-Pachá, salvaje destacable entre tantos. Inmediatamente, en medio de la confusión del combate, se abrieron las cadenas de los galeotes para liberarlos, se arrió el sanjac musulmán y se izó el estandarte de la Liga. Con los honores debidos, le cortaron la cabeza al almirante turco, la clavaron en una pica y la expusieron a la vista de cuantos pudieran verla. La batalla estaba tocando a su fin. Habían transcurrido tres horas.
La superioridad técnica y estratégica de la escuadra cristiana fue evidente: se perdieron solo seis galeras, mientras que se capturaron 117 turcas y 13 galeotas. Murieron treinta mil turcos y fueron capturados unos tres mil. Además, se liberó a quince mil cautivos encadenados a los remos de las galeras. Únicamente hubo (aunque no sean pocos) ocho mil muertos cristianos y veinte y un mil heridos. Mucho se ha especulado, y últimamente se quiere hacer hincapié, en que fue una victoria pírrica porque al lograr esfumarse las galeras de Argel, el corso desde allí siguió existiendo. Considerar que la victoria fue poco importante porque no se tradujo en grandes victorias ulteriores en tierra, o porque al año siguiente se decía que los turcos ya se habían recompuesto del descalabro (aunque no se nota más presión en el Mediterráneo) es tan ridículo como el no darse cuenta de que lo que habría sido catastrófico hubiera sido que se perdiesen allí las escuadras cristianas. Y aunque los turcos lograron reponerse de las pérdidas reconstruyendo sus galeras, nunca más hubo una batalla como la de octubre de 1571, aunque se perdiera Túnez en represalia por ella, o aunque se siguiera luchando hasta el siglo XVIII por las aguas del Mediterráneo.
En cualquier caso, el triunfo no se lo podían creer los cristianos. Demostrar la vulnerabilidad del Turco era una bendición de Dios. Pero no seamos más sabios que ellos mismos. Escuchémosles. Estas son las palabras del embajador imperial en Madrid en 1571 (Ruiz de Azagra a Maximiliano II, 12-XI-1571): «De la solemne nueva que aquí llegó por la vía de Venecia de la rota y presa del armada del turco, nunca ha llegado confirmación ninguna del señor don Juan de Austria hasta agora, de que el rey mismo y toda esta Corte están tan confusos que a no llegar presto algún otro aviso lo han de tener todo por burla. Plega a Dios que no lo sea y que le podamos dar gracias de tan señalada victoria y merced como nos ha hecho y importaría para toda la Christiandad.Estuve ayer con el embajador de Venecia y de Génova y están tan atónitos de este caso que no saben qué decir de tanta tardanza de avisos, de cualquiera manera que hubiesen de ser, malos o buenos».
Por fin: «A los 18 del presente llegó un correo [Lope de Figueroa, oficial de Cervantes, precisamente] del señor don Juan de Austria con la confirmación de la nueva de la victoria contra el Turco, el cual, entendiendo que el rey estaba en El Escorial, sin pasar por esta corte se fue derecho allá y es cierto que según todos andaban ya confusos y incrédulos de esta victoria, tardando tanto la certidumbre de ella que holgaron infinito con el dicho correo» (Ruiz de Azagra a Maximiliano II, 26-XI-1571). Desde el palacio de Wawel en Cracovia (unas pinturas desconocidas en España), hasta Barcelona con la réplica de la galera real en el Museo Marítimo, pasando por el Archivo de Simancas, donde se conserva un croquis de la disposición de las galeras, y así por toda Europa, ellos supieron lo mismo en el siglo XVI que en el XVII o aún más tarde, el enorme respeto que se debía tener al triunfo en Lepanto.