George Harrison, la paradoja del Beatle tranquilo
Después de abordar las biografías del grupo, Lennon y McCartney, el periodista Phillip Norman se vuelve a corregir a sí mismo en la semblanza del contradictorio George Harrison
Así es la vida del biógrafo. Uno se lanza en 1981 a escribir una biografía urgente sobre los Beatles y durante las siguientes décadas se tiene que enmendar la plana a sí mismo. Eso es lo que le ha sucedido a Philip Norman, quien publicó la canónica «Shout!: The Beatles in Their Generation», en la que vertía ciertos comentarios despectivos sobre McCartney (abusando del tópico de su carácter encantador y sociable) y soslayando a George Harrison (y también insistiendo en su carácter segundón y descontento) para ensalzar al que era, a su parecer, el genio creativo, John Lennon. Con Ringo ni siquiera había margen a la polémica: era apenas un figurante.
El periodista «hizo las paces» con McCartney en una biografía, publicada en 2016, donde reconocía en parte su mal juicio, y después le llegó el turno a Harrison, de quien aparece ahora en español «George Harrison. Beatle a su pesar» (Libros Cúpula), una semblanza que profundiza en las múltiples paradojas del Beatle «tranquilo». Un hombre, como consigna su biógrafo, que fue a la vez extremadamente talentoso pero infravalorado, gurú espiritual pero malencarado, filántropo y adicto a la cocaína. Bienvenidos a la paradoja Harrison.
Será imposible que se quite el sambenito. El guitarrista ha pasado a la historia como el subalterno, o, como él se describía a sí mismo, «el Beatle de clase turista» al otro lado de la cortina de los asientos preferentes. Con el tiempo, por supuesto, la reivindicación de su obra («Something», «Here Comes The Sun», entre otras, y el triple «All Things Must Pass») ha sido absoluta, y su leyenda, reconocida. Pero el demonio está en los detalles y, mientras las casas de Lennon y McCartney son hoy casi templos de peregrinaje en Liverpool, la de Harrison permanece en el mercado inmobiliario sin una placa que la reconozca.
Norman acredita este hecho en una biografía acertadamente más concisa que el ladrillo de McCartney y que ahorra la redundancia de la trayectoria del cuarteto, pero no escatima en ciertas crueldades: Harrison era de clase baja (nació en una vivienda que no tenía retrete interior, hecho por el que sufría las bromas de Lennon y «Macca») y tenía un nombre «anticuado, el que tendría ese viejo tío que todavía se sujetaba los pantalones con tirantes y que llevaba un pañuelo anudado en lugar de un sombrero para el sol». Pellizcos menores al lado de las palabras que el propio biógrafo dejó escritas en el «Times» de Londres, en el mismísimo obituario de Harrison en 2001, donde le calificaba de «mujeriego en serie» y «miserable idiota». Fue por esos adjetivos que se negaron a participar en la biografía ni Olivia, segunda esposa de Harrison, ni Dhani, su hijo. Pero sigamos.
La vida de Harrison es, como material biográfico, la más interesante de los cuatro de Liverpool, dado que la de Lennon terminó aún más prematuramente. Fue el impulsor de la sonoridad y de la espiritualidad oriental de las canciones de los Beatles, y su contribución se vio constantemente reprimida por McCartney y Lennon, quien pensaba que «sus canciones no eran buenas», e incluso por el bueno de George Martin, quien confesó sus remordimientos por «haber sido bastante bestia con George» cuando sustituía sus partes por un riff de piano. Fue también el primero que se dio cuenta de que ser un Beatle no era precisamente el paraíso y el primero que se cansó del asunto. Paradojas de nuevo: fue víctima, vértice triste del triángulo amoroso más famoso de la historia de la música (su mujer, Patti Boyd, le dejó por Eric Clapton, su gran amigo), y verdugo: mantuvo un romance lamentable con Maureen, la esposa de Ringo Starr. Predicaba contra la vida material mientras vivía en una descomunal mansión victoriana que, por cierto, cuidó y reformó durante 30 años y no dudó en hipotecar y arriesgarse a perderla para financiar la locura de «La vida de Brian», de sus amigos los Monty Python. Sin Harrison, no tendríamos semejante monumento de película.
Resulta fascinante, por ejemplo, que su humor empeorase drásticamente cuando descubrió las enseñanzas del Maharishi y profundizó más en su lado espiritual. «Su meditación obsesiva, sus cánticos incesantes y constantes giros de la rueda de la plegaria, lejos de traerle la paz interior que prometían, solo parecían ponerle de mal humor e irritarlo», escribe Norman. Para Pattie Boyd, el propósito de la espiritualidad «le arrancó parte de la levedad de su alma». A esa amargura contribuyó, claro, su papel en los Beatles. La primera vez que logró que una canción suya apareciese en una cara A fue «Something», del disco postrero del cuarteto, «Abbey Road». Son múltiples testimonios los que le describen como alguien ceñudo y hosco, un hecho al que es posible que contribuyese su adicción a la cocaína, que la asistente personal de Harrison relata así en el libro: «Por las mañanas, Patti (Boyd) me preguntaba: ‘‘¿Qué nos toca hoy, cuentas de oración o cocaína?’’. Si estaba en su lugar espiritual, no había forma de llegar a él. Pero si se había metido coca, querría beber y una buena fiesta».
En todo caso, es injusto reducir el lado espiritual de Harrison a una parodia. El guitarrista logró perfeccionar y profundizar en sí mismo, lo suficiente como para sobreponerse estoicamente al desenlace amoroso de la aventura de su mujer y su mejor amigo a pesar de una sucesión de hechos –que involucran a la pareja de Ringo y a la hermana pequeña de Boyd– de una sordidez y patetismo delirantes. Nunca se enfadó por lo ocurrido con ninguno. «Esos dos eran amiguísimos –dijo Boyd–. Y yo solo estaba en el medio».
Harrison obtuvo su revancha musical. Su disco en solitario «All Things Must Pass» vendió muchísimo más que cualquiera de los trabajos individuales del resto de compañeros.
No solo eso: ayudó a Ringo (el otro secundario) a lograr su «número uno» con «It Don’t Come Easy» sin querer aparecer en los créditos. Quizá se lo tomó como una recompensa karmática, aunque después de aquel no volviera a recibir tantas críticas positivas sino más bien condescendencia. Con el advenimiento del punk y la velocidad a la que se sucedían las olas musicales, no había cumplido 40 y ya se le veía como a un carcamal o una especie de «hippie» trasnochado. Harrison encontró la paz interior, eso sí, después de muchos años aquejado de esa ansiedad. Pocos sabían que el llamado «Beatle tranquilo» era, en realidad, el que más padecía. Hasta que, el 29 de noviembre de 2001, tras cuatro años de nuevos padecimientos, falleció víctima de un cáncer.
A un centímetro de la muerte las cuarenta puñaladas
Uno de los sucesos más truculentos de la vida de Harrison tuvo lugar en 1999, cuando se recuperaba de un cáncer de garganta. Se encontraba en su mansión de Oxford de 120 habitaciones, donde había extremado las medidas de seguridad. Era el 30 de diciembre, las últimas horas del milenio. Harrison oyó unos ruidos dentro de la casa y se puso una bata sobre el pijama. Se encontró a un intruso, al que trató de tranquilizar.«Hare krishna», espetó al hombre, que empezó a proferir alaridos. Harrison, temiendo por su mujer Olivia y su hijo Dhani, trató de detenerle, pero éste le clavó el cuchillo. Una y otra vez, hasta 40 puñaladas en el torso y el abdomen. Olivia entró en escena y golpeó al intruso con una lámpara metálica. Recibió alguna cuchillada, pero siguió golpeando al asaltante, que trató de huir arrastrándose por el jardín. La Policía le detuvo. Harrison salvó la vida de milagro. Por un centímetro no le perforaron el corazón y por unos minutos no murió desangrado. Pero nunca se recuperó.