Un fetiche, diez generaciones y un bosque sagrado: así funcionan las herrerías en las profundidades de Costa de Marfil
Un herrero de Koni, muy cerca de la frontera con Burkina Faso, explica cómo no puede entenderse su oficio sin su religión, ni su religión sin su oficio
Koni Creada:
Última actualización:
Sonkam Soro lleva 69 años dedicándose al oficio de la herrería. Fue en 1954, cuando apenas tenía seis años, el día en que su padre decidió que era el momento de iniciarle en el arte que ya perfeccionaron su abuelo, el abuelo de su abuelo y el abuelo del abuelo de su abuelo, y así sucesivamente hasta remontarnos a los siglos anteriores a la colonización francesa de Costa de Marfil. Sonkam Soro está satisfecho con su vida. En todo este tiempo ha forjado centenares de hachas, miles de azadas, campanas, candelabros, cuchillos, herraduras y puñales. Todos los pueblos de la zona brillan con el hierro que ha doblegado.
Su hijo se encarga hoy del trabajo duro, del calor de la fragua y de los estertores del martillo que repica contra el metal, mientras él se limita a observar su hacer y corregirle en lo que considere necesario, tal y como hizo su padre con él, su abuelo con su padre y su bisabuelo con su abuelo. Con la misma paciencia del fuego cuando derrite el metal, sin prisas, describe mientras almuerza un plato de arroz con espaguetis el proceso de la forja que su familia ha alimentado en la localidad de Koni durante más generaciones de las que podría recordar la tradición oral.
Comienza buscando el metal. Es una búsqueda con tintes de religión y de piedad ancestral. Soro se dirige una vez al año al bosque sagrado de su comunidad (un bosque al que sólo pueden acceder los varones iniciados en el rito de iniciación local) y, con el permiso de sus ancestros y de los espíritus que guardan los árboles, carga en una carretilla unas pocas paladas de tierra que luego llevara a su herrería. Pero no es esta una tierra cualquiera. Minúsculas partículas de hierro se barajan aquí con la arena y los sedimentos, como un regalo divino que se depositó por voluntad del azar matemático en el bosque sagrado de Koni. Esta tierra milagrosa, moldeada con la forma de pequeñas bolas que caben en el puño, es arrojada durante veinticuatro horas al horno de barro que utilizaron el padre de Soro, el padre de su padre y el padre del padre de su padre.
El calor y la ciencia se confabulan con los espíritus y transforman esta tierra rica en hierro, a su debido tiempo, en una serie de rocas de aspecto magmático y que son machacadas en un cuenco por el hijo de Soro, hasta que el hierro y la arena vuelvan a mezclarse como antes. La diferencia ahora radica en que la densidad de hierro es mayor tras su paso por el horno… y ya sólo hará falta filtrar la arena restante hasta obtener un puñado de pepitas de hierro puras y listas para calentar en la fragua.
El hijo de Soro impulsa el fuelle mientras el maestro herrero toca un instrumento (de hierro) que marca el compás que debe seguir su hijo/pupilo cuando manipula el fuelle. Toca rápido y sopla el muelle con rabia. Toca lento y el viento se relaja. Se inicia así una danza de jadeos y fuego, sudor y metal derrotado que poco a poco irá derritiéndose en un humilde cuenco de barro para que el hijo de Soro (un sujeto de aspecto recio y brazos tan duros como los materiales que trabaja) pueda aporrearlo hasta darle forma.
No, Soro no sabe con exactitud cuántas generaciones anteriores a la suya han trabajado en la fragua. La pregunta incluso le arranca una carcajada. ¿Acaso importa? Soro no es más que la pieza de una cadena que no tiene ni principio ni final, una cadena donde cada eslabón tarda en forjarse lo mismo que dura una vida en esta esquina marfileña. Su padre se llamaba Soro, igual que el hombre que le engendró y el hijo que él mismo ha engendrado. Su nombre, pero también el fuego, el hierro y su fetiche son lo único que permanece.
A la hora de hablar de su fetiche, Soro se muestra receloso de compartir sus secretos a un sujeto no iniciado. Se inicia así una guerra dialéctica entre este periodista y el herrero para arrancarle esos secretos: “¿Y no puedo saber cómo vuelan los pájaros aunque yo mismo no pueda volar?”. “¿Y de qué te sirve conocer el vuelo de los pájaros si no tienes alas?”.
Soro cede al cabo de media hora de cruces de palabras y explica que el fetiche es una suerte de protección en el oficio. Si en España acudimos a la prevención de riesgos laborales para evitar posibles accidentes, en Koni es el fetiche el encargado de la seguridad de los herreros. Sacrificarle una cabra al año y una gallina cada seis meses serán suficientes para mantenerlo satisfecho. Ante la pregunta de si nunca ocurren accidentes, Soro contesta que “hay accidentes, pero son menos graves de lo que serían si no fuera por el fetiche”. Su lógica es implacable.
El fetiche es seguridad y sudor, pero también es amor. Si un alcohólico acude a Soro buscando ayuda para librarse de su vicio, el herrero explica que le pone a trabajar en la fragua bajo la protección de su fetiche, y serían el esfuerzo, el trabajo duro y la magia de cuya figura mana quienes limpiarían el alma putrefacta del alcohólico. Así es. Soro no es sólo un herrero; también actúa como una suerte de médico que cura las adiciones de los habitantes de Koni. Lo que comenzó como una palada de tierra en el bosque sagrado termina aquí, rellenando huecos del alma de los hombres olvidados. Es hermoso.
Tanto, que Soro se muestra reticente a la hora de enseñar el fetiche a un periodista. Se inicia así una nueva batalla de palabras donde el herrero solicita un regalo a cambio del honor de ver y de fotografiar su fetiche sin ser un iniciado. El dinero no es suficiente. No acepta a mostrarlo hasta que recibe como pago un regalo a la altura de su fetiche: una flor que cogí del árbol que crece sobre la tumba del general Asaminew Tsige en Lalibela (Etiopía) y que llevaba guardada en la funda del móvil, una flor que le dije que concede coraje a su portador cuando viaja lejos de casa.
Sonkam Soro se pone serio. Comprende que la flor de la tumba de un guerrero valiente es una preciada posesión, algo a tener en cuenta, y lo comprende porque Soro es nobleza, dureza y esfuerzo, y entiende así que un hombre que empuja estos atributos al límite merece reconocimiento en todo el mundo. Tras hacer unas preguntas sobre las propiedades de la flor y su modo de uso (¿puedo protegerla con un cristal, puedo dársela a otros cuando viajen, puedo regalarla, puedo romperla en trocitos para dárselos a otros, dónde debo guardarla?), asiente y muestra el fetiche. Una pareja de figuras chamuscadas por el fuego de la fragua y salpicadas por el agua que utilizan los herreros para apaciguar el calor del metal.
La historia de Soro y su familia, de su relación con el hierro, con lo divino y con su comunidad no importa demasiado a nadie. No es dantesco ni morboso, tampoco sirve para escribir los discursos políticos que arrastren la furia de las masas: es una historia humana de trabajo y de tradición, una realidad africana muy alejada de las miserias que atrapa el televisor. Merece la pena dejarla escrita y deleitarnos en ella, reconociendo de alguna manera que este continente, más allá del hambre y las matanzas y los prejuicios, guarda joyas como las creaciones de Soro desde tiempos que se remontan más allá del recuerdo de los hombres.