David Fincher las mata callando en la Mostra
El afamado director de «El club de la lucha» regresa al Festival de Venecia con «The Killer», un afilado thriller
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Casi un cuarto de siglo después de que “El club de la lucha” provocara una avalancha de abucheos en la Mostra veneciana, David Fincher vuelve, ahora a concurso, con la espléndida “The Killer”, adaptación de la novela gráfica de Alexis Nolent y Luc Jacamon. Si el tiempo ha hecho justicia con aquella obra maestra, lo mismo puede decirse con el estatus de Fincher como autor. Hasta el punto de que este thriller, simple y afilado, puede entenderse como sus bressonianas “Notas sobre el cinematógrafo”, su programático libro de estilo como cineasta.
Como Fincher confesó en rueda de prensa, una de las cosas que más le fascinaban de este personaje, un asesino a sueldo (Michael Fassbender) con mil pasaportes y un solo y remoto refugio, era su capacidad para “crear un código para sí mismo”. Es un hombre suscrito a un método insobornable, donde el análisis, la precisión y el rigor en el proceso de sus ejecuciones sumarias lo son todo. En la larga y majestuosa secuencia inicial, su voz en off explica ese método como quién repite un mantra, las instrucciones de uso de un arte secreto que la imagen reproduce con obediencia. Ese asesino es un cineasta ante un ventanal que es también una pantalla donde el espacio se reencuadra y los cuerpos lo reorganizan. El asesino es un cineasta que quiere controlar la realidad, y que, por una vez, fracasa. Y ese fracaso, qué hermosa idea, es lo que pone en marcha la película.
Reencontrándose con el guionista Andrew Kevin Walker, con el que no colaboraba desde los tiempos de “Seven”, Fincher reduce la trama a sus huesos: un asesino, un disparo fallido, una venganza, unos cuantos cadáveres. Fassbender solo habla consigo mismo, los diálogos son más parcos que en “El silencio de un hombre” de Melville, pero lo cierto es que la película está tan bien contada, su sentido del ritmo y del montaje es tan perfecto, sus imágenes tan diáfanas, que podría seguirse sin escuchar una sola palabra. Es una clase magistral de cine puro.
Las otras dos películas a concurso compartían la fascinación por el multiverso, las reencarnaciones y el relato de un amor imposible. “Die Theorie von Allen”, del alemán Timm Kröger, trabaja la idea del multiverso en el contexto de un congreso científico que nunca llega a celebrarse, con un estudiante de doctorado en física cuántica como partícula elemental de un misterioso cuento de ciencia-ficción organizado alrededor de un objeto amoroso que viaja a través de tiempos simultáneos. Es una pena que la película sea tan morosa en su planteamiento: cuando se decide a enloquecer, tiene algo de la atmósfera del “Marienbad” de Resnais, aliñada con el romanticismo de “Vértigo” y el lirismo de las ficciones ensayísticas de Chris Marker. También podría ser un ‘exploit’ de esa ciencia-ficción europea, de bajo presupuesto, a la que el filme rinde homenaje explícito, pero sus ínfulas autorales le pueden, y a veces para bien.
Si el filme de Timm Kröger cree que el universo tiende al infinito, “La bête” está convencida de que no podemos escapar de nuestro destino. El francés Bertrand Bonnello adapta “La bestia en la jungla” de Henry James, cambiando el punto de vista del relato, ahora esencialmente femenino, y contando la relación fallida, inacabada, hechizada por el desastre, de Gabrielle (Léa Seydoux) y Louis (George McKay). La película atraviesa tres tiempos: en el primero, a principios del siglo XX, el amor se desaprovecha, pierde la oportunidad de trascender; en los dos siguientes, el 2014 y el 2044, es imposible enmendar el error, porque el destino se repite, implacable, imponiendo su ley. Bonnello mezcla esos tres tiempos como si los afectos no supieran conjugarlos, en un magma que pone de relieve las coincidencias apocalípticas de cada periodo histórico -el desbordamiento del Sena; un terremoto en Los Angeles; la pandemia y la invasión de la inteligencia artificial- para hablar de la universalidad del borrado de los sentimientos, de la evidencia de una incapacidad para amar que acaba pasándonos factura, de un pasado que pesa en un futuro irremediable. Es una película pesimista y estimulante en la que, en su a veces alambicada estructura, resulta fácil perderse, pero de la que siempre se sale más despierto y más sabio.
Friedkin, el último juicio
En su película póstuma, “The Caine Mutiny Court-Martial”, William Friedkin retoma la versión teatral de “El motín del Caine” con Kiefer Sutherland en el papel de Humphrey Bogart, y sigue a rajatabla la planificación funcional del cine de juicios. Adaptando la trama a la contemporaneidad, el mensaje es más o menos el mismo: por muy locos o inestables que sean los militares de carrera, hay que respetarlos por todos los años de servicio a la patria.