La misoginia, a juicio en Cannes
Ali Abbasi presenta en el certamen “Holy Spider”, una durísima película sobre el asesino de 16 prostitutas en Irán
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A Valeria Bruni-Tedeschi la hemos visto quejarse de sus divorcios, de sus embarazos, de sus derrotas sentimentales. La autoficción es su gran terapia, y su última película, “Les amandiers”, presentada a concurso en Cannes, no es una excepción. Ahora nos cuenta un relato de juventud atravesado por sus inicios como actriz, en la escuela dirigida por el insigne Patrice Chéreau en Nanterre, y también por un amor tormentoso en aquellos ochenta marcados por el sida y el consumo de drogas.
El arranque nos anuncia una versión de “Fama” en la que el musical con calentadores ha dejado paso a los ensayos del “Platonov” de Chéjov. Stella, el alter ego de Bruni-Tedeschi, no está sola. Muchos de sus compañeros de clase tienen su propia historia, aunque explicada a pinceladas, con una energía impresionista, acelerada, impulsiva. Esa coralidad, que ayuda a dinamizar el relato, finalmente desenfoca el bucle en el que entra el amor autodestructivo de Stella. La película habla, claro, del modo en que un actor tiene que conectar con las catacumbas de su ego, sobre todo si trabaja con un director como Chéreau (Louis Garrel), que, en esa época, comete todos los abusos posibles −de autoridad, sexuales, psicológicos− que ahora le habrían cancelado.
Pero uno tiene la sensación de que la turbulenta vida de un actor, expresada a través de un trabajo con el cuerpo y la voz que exige una apertura al mundo que puede ser tan dañina como benefactora, está tratada de un modo un tanto superficial. Quizás porque “Les amandiers” dispara hacia demasiadas dianas a la vez, y cuando se centra, el retrato de Stella y su iniciación al mundo es siempre un poco autocomplaciente. No sabemos cuántas veces habrá visto Bruni-Tedeschi el “Opening Night” de Cassavetes, pero nunca es tarde para repetir.
Después del éxito de la marciana “Border” (premio Un Certain Regard 2018), el iraní afincado en Suecia Ali Abbasi aborda un caso de la crónica negra de su país para hacer un retrato de una sociedad fanáticamente misógina. De 2000 a 2001, Saeed Hanaei mató a dieciséis prostitutas en nombre de Dios, para limpiar de pecadoras la ciudad sagrada de Mashhad. Una periodista se dedicó a investigar el caso ante la inoperancia de las autoridades para encontrar al culpable.
Durante buena parte de “Holy Spider”, la película trabaja en paralelo estas dos líneas argumentales. Por un lado, la vida cotidiana de Saeed, hombre de familia y respetado por la comunidad, y los asesinatos que comete estrangulando a prostitutas toxicómanas, filmados con una crudeza y sordidez que podrían recordarnos a los “slashers” más sucios de los ochenta, estilo “Maniac”. Por otro, la investigación de una periodista, obstaculizada por el machismo enquistado en un país que considera a la mujer una ciudadana de segunda división. La película adquiere su reveladora dimensión política cuando Saeed, la viva imagen de la banalidad del mal, es detenido por la policía, y buena parte de la sociedad lo considera un héroe, porque su misión es evangelizadora, protege la santidad del pueblo iraní.
Es entonces cuando “Holy Spider” deja de ser un thriller de asesino en serie para convertirse en un sorprendente filme-denuncia. Abassi remata su discurso con una coda tan inquietante como cualquier ejecución sumaria: la misoginia transformada en heroico modelo de comportamiento tiene sus herederos, es un mal endémico que continuará expandiendo su violencia divina al amparo popular.