La "Camelot africana" rompe con todo lo que creías saber sobre África
La ciudad de Gondar, en Etiopía, es hogar de algunos de los edificios más impresionantes del continente


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En Europa se puso muy de moda, hace unos quinientos años, pensar que en África no existe el menor indicio de civilización. Que allí corretean en taparrabos y lanzando gritos en un idioma gutural y pecaminoso, antes de morirse de hambre al cobijo de una choza que se desploma en cuanto sopla la mínima brisa. Este discurso, evidentemente falso en cuanto nos referimos al continente más extenso del planeta, pareció calar y evolucionar después en variantes más “progresistas”, en donde el africano se ha convertido en una caricatura digna de lástima y protagonista indiscutible de los anuncios de UNICEF, un chiquillo analfabeto al que tenemos la obligación de cuidar por medio de donaciones y voluntariados de quince días. Olvidados han quedado los imperios de Cartago, Egipto, Mali, Songhai, Ghana, Zimbabue… olvidado ha quedado el luminoso reino de Etiopía, la primera nación que adoptó el cristianismo como religión oficial y que dedicó buena parte de la Baja Edad Media a combatir de forma feroz al expansionismo otomano.
La historiografía de Etiopía es abundante. Proliferan reyes que rozan el misticismo, como la reina de Saba (que supuestamente tuvo un hijo bastardo con el rey Salomón). Los monumentos que pueden verse hoy en las regiones de Amhara y Tigray, al norte del país, sorprenderían al visitante más escéptico. Incluso dicen los etíopes que el Arca de la Alianza no se perdió durante las represiones del imperio babilónico en Jerusalén, allá por el siglo VI a. C, sino que la guardan ellos, a buen recaudo, oculta a los ojos codiciosos. Y de las cuatro capitales que ha tenido el reino-imperio etíope a lo largo de milenios de existencia (Axum, Lalibela, Gondar y Addis Abeba), es de Gondar de la que quiero hablar hoy. La que llaman “el Camelot africano”.

La ciudad se encuentra ubicada a 2.500 metros de altura, rodeada de montañas y de colinas húmedas y pintarrajeadas de colores verdes en la época de lluvias. Respirar aquí se vuelve costoso, un regalo que tienes que ganarte antes de que el organismo se acostumbre a pasear por sus calles elevadas. Un primer vistazo la muestra como cualquier ciudad etíope: los edificios de hormigón se mezclan con las casas de techo de chapa, rugen los tuktuk de camino a cualquier lugar y esquivando con experiencia los socavones de la calzada, las vendedoras ambulantes de plátanos abren sus sombrillas cuando suena el primer trueno, vehículos atiborrados de militares atraviesan las avenidas principales en su camino a los combates que hoy se libran en torno a la ciudad. Hace falta hilar fino para encontrar los tesoros que conceden el mítico sobrenombre a la ciudad. Seguir como sabuesos el rastro de reyes que fueron polvo, carne y polvo para volver a empezar.
Antes había 44 iglesias en la ciudad y que databan desde tan atrás como el siglo XVII, pero debe conocerse que Italia invadió Etiopía entre 1936 y 1941, que el fanatismo italiano del siglo XX llevó a que los europeos destruyeran cuarenta templos por medio de bombardeos, combates callejeros y represiones contra el cristianismo ortodoxo que se profesa aquí. Había 44 y quedan 4. Un suspiro del grito que fue. Una de las iglesias que quedan en pie es Debre Birhan Selassie, construida en los años 1700 y decorada en su interior por los murales del monje Aba Haile. Flores machacadas, sangre, ceniza y tiza sirvieron para dibujar algunas de las escenas más sobrecogedoras de la Biblia, y en la pared de la iglesia conviven demonios cómodamente recostados entre las llamas, ejércitos hebreos marchando hacia la guerra, santos, ángeles que pueden contarse por centenares, Jesucristo crucificado, calaveras… e incluso un mural donde aparece el diablo que tira de las riendas de un camello donde está subido Mahoma… de camino al infierno.
Todo aquí es diferente a lo que se imagina en España. Si los edificios de Gondar aplastan el ideal de un continente de chozas de barro, rodeando la iglesia de Debre Birhan Selassie se elevan olivos de veinte o treinta metros de altura, como robados del jardín de los gigantes que dicen que poblaron la tierra hace muchos años. Olivos de treinta metros y con hojas largas y afiladas.

La elegancia de Gondar prosigue en la piscina del rey Fasiledes, un monarca del siglo XVII (el mismo que fundó la ciudad) que decidió juntar en una única obra arquitectónica un espacio de baño privado, a la vez que un centro religioso inspirado en el río Jordán. Describir la piscina de Fasiledes no es sencillo. Habría que imitar la curva de las raíces de los tetrameles que se inmiscuyen en la roca, enumerar los colores de las aves que aparecen y desaparecen entre los arbustos, visitar la piscina durante las celebraciones del Timkat (festividad etíope que celebra el bautismo de Jesús) y apretujar el cuerpo sudoroso con miles de fieles que van a bañarse en la piscina del rey Fasiledes, que ya hace tiempo que esta muerto pero cuyo recuerdo lo acompaña todos los años el murmullo del agua.
Dato curioso: Fasiledes era hijo de Susenyos I de Etiopía, que fue el primer y último rey católico del país africano. Resulta que un jesuita español, Pedro Páez, el mismo que descubrió las fuentes del Nilo Azul para los europeos, vivió durante casi 20 años en esta región y consiguió convertir a Susenyos al catolicismo. La tradición etíope afirma que a esta conversión le siguió una persecución contra los cristianos ortodoxos, que al menos 8.000 tuvieron que morir hasta que Fasiledes sustituyó a su padre y reinstauró la religión de sus antepasados.
Cerca de la piscina de Fasiledes, devorada por la maleza y como olvidada por todos, se eleva a duras penas una pequeña cúpula que sobrevive agujereada; no es un sitio bonito, ni aparentemente especial, la humedad ha ennegrecido la piedra que aún se sostiene. Nadie diría que allí debajo está enterrado el formidable Zobel, el caballo de batalla de Fasiledes, que no sólo era inteligente sino que podía saltar diez metros sin despeinarse. Porque en Gondar, cuyo nombre es tan similar a la invención que sugirió Tolkien cuando quiso buscarle un reino a Trancos, también se homenajea a los caballos valientes y fieles a sus amos, y frente al cuerpo de Zobel puede repetirse aquello que escribió el británico sobre el lugar de reposo de Crinblanca:
“Verde y alta creció la hierba sobre el túmulo de Crinblanca”.
Es evidente que en el Camelot africano, la ciudad que se levanta sobre siete colinas y dos ríos, hay castillos. Concretamente, hay seis. Seis castillos que aún perduran en la ciudadela de Fasil Ghebi, para orgullo en diferido de quienes ordenaron su construcción. Las fotografías tomadas no hacen honor a su visión porque hace 50 años que comenzaron los trabajos de restauración y los andamios de madera confunden al visitante, haciéndole creer que ha retrocedido hasta el reinado de Fasilides (que es cuando se construyó el primer castillo) y se encuentra viendo, en vivo y en directo, el momento exacto en que tuvo lugar su edificación original.
Árboles de pimienta, tan codiciados en Europa, crecen de manera salvaje y desordenada entre los edificios. Jaulas destinadas a guardar los leones de los reyes de ayer todavía mantienen los barrotes intactos. El espíritu del rey David III, envenenado aquí por su propia familia, se arrastra en silencio por entre sus recuerdos. Incluso pueden verse los restos del lugar donde los reyes cultivaban miel para sus delicias; y el aljibe, ahora vacío, contenía entonces pececitos de colores que servían de decoración, pero también para depurar el agua y adivinar cuándo estaba envenenada por los enemigos del rey. No es de extrañar que el conjunto histórico de Gondar fuera declarado Patrimonio de la Humanidad en 1979.

Los castillos de la ciudadela de Fasil Ghebi tienen un maravilloso parecido a sus homólogos europeos. Los etíopes niegan que fueran construidos con la tecnología traída por los portugueses, pero debe reconocerse que su tiempo de construcción coincide con la llegada de los primeros europeos al país africano (si excluimos la época romana). Será el lector quién juzgue de donde provino la inspiración para estas seis maravillas estampadas en el corazón de África. Lo único innegable es que italianos y británicos combatieron aquí durante la batalla de Gondar, en noviembre de 1941, y que la furia desatada de los europeos, convertida en dinamita, destrozó muchos de los castillos que no debían haber sido molestados por ambiciones muy alejadas de Fasiledes y sus descendientes.
Las riquezas que guardaban fueron saqueadas durante aquella época y adornan ahora museos en Italia y Gran Bretaña, como tantos restos de las civilizaciones africanas que todavía alguno se niega a creer que hubieran existido. Hoy ruge nuevamente la guerra en los alrededores de Gondar. Las milicias Fano combaten contra las tropas del gobierno por las cuotas de poder que consideran que les pertenecen por derecho, y los defectos de los hombres se repiten en torno al lago Tana, las fuentes del Nilo Azul que el padre Páez trajo a los ojos de Europa. Al final, el Camelot africano, como ocurre en todos los lugares que confluyen con la mitología, sirve de punto de encuentro en donde se reúnen las pasiones humanas y las tradiciones que las justifican.