Manuel Cabrera vuelve más fuerte que nunca
El artista regresa a la Galería Gaudí de Madrid un año después de "Danza visual", aunque con una evolución más salvaje
Cada maestrillo tiene su librillo, y cada artista, su manera de crear. Pillamos a Manuel Cabrera (Jerez de la Frontera, 1949) en su estudio de la calle San Sotero, en Madrid, con las manos en la masa. Bromea con que su estilo se ha vuelto más «tosco», «primitivo», «informal». «Que cada uno lo llame como quiera», ríe. Si hace un año exponía en la Galería Gaudí su Danza visual este año hace lo propio, pero con «una pequeña evolución. Uso materiales más de fuerza», advierte de 6 x 2, la muestra de seis cuadros de dos por dos que ha ampliado quince días (hasta el 16 de abril) en García de Paredes, 76.
Atrás quedaron aquellos cuadros «más pintados, más relamidos, más acabados de pincel». Ahora, el artista abarca mucho más aun sin perder aquellas maneras. El estilo es el mismo por mucho que se aparte de las estrecheces del trazo fino. «Con la mano ya no me da», asegura un hombre que empuña la espátula sin complejos y que busca acabados más «industriales»: «Utilizo más pasta», defiende un hombre que encontró su vocación como una expresión natural de su carrera en el área de la creación publicitaria. Inició sus pinturas alrededor de 2000, y desde entonces, se dedica plenamente a ello. Siempre con la intención de «transformar pensamientos, experiencias y emociones en algo tangible −señala la galería−. En sus lienzos practica una aproximación matérica a la abstracción, con superficies fuertemente texturizadas, en las que experimenta con diferentes técnicas y elementos».
El suyo es un trabajo sucio (entiéndase), pero agradecido: se encierra en su campamento base de San Sotero, coge los colores y los extiende con la mano, con brochas, con esas espátulas casi de la construcción. Entra como en trance. «Empiezas a darle la estética». Ahí se dispara ese trabajo de intuición en el que Cabrera rescata sus musas. Inspiración, por cierto, que tampoco le cuesta demasiado encontrar: «La belleza está en todas partes». Su mente siempre está abierta a recoger influencias «en la gracia de una hoja que cae o en los bordes quemados de una flor». Su fuente es inagotable: un caleidoscopio de formaciones de nubes, un lago con la parte superior de cristal, millones de conchas aplastadas a lo largo de un tramo de playa...
Lo mismo es un paseo por un parque que un exótico viaje a la otra punta del plantea. Todo vale para Cabrera si de iluminarse se trata. Basta un simple autobús de línea. Por supuesto, la cara opuesta de la moneda, culturalmente hablando, como China: «Su belleza, una filosofía de vida muy distinta a la nuestra e incluso sus técnicas depuradas y limpias». Sus viajes dan forma a su camino como artista.
Todo eso (y mucho más) es lo que circula a una velocidad endiablada por la cabeza de Cabrera mientras sus manos amasan los cuadros. Se deja llevar hasta que lo tiene. Solo entonces, detiene sus movimientos. Para él ya ha encontrado sentido, pero, no menos importante, también deja mil vías de entrada al otro, al visitante, al espectador, para que «se deje escapar y pueda satisfacer sus inquietudes. Cada uno debe aportar su criterio de interpretación de cada obra».