Miriam Toews: “Si pudiera volver atrás, ayudaría a mi hermana a suicidarse”
En “Pequeñas desgracias sin importancia”, su libro más autobiográfico, repasa la muerte de su única hermana
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Cada vez que se publica su libro en un nuevo idioma, Miriam Toews tiene que revivirlo todo. Dice que no le importa, que le sirve de desahogo, aunque no siempre resulte fácil. La promoción del delicioso «Pequeñas desgracias sin importancia» (Sexto Piso) le reabre las heridas del suicidio de su hermana en 2010, pero lo cierto es que esas heridas están siempre ahí. Les preste atención o no, miles de interrogantes han echado raíces en su cabeza. Asegura que es algo que les ocurre a todos los que sobreviven a la muerte voluntaria de un familiar, que siempre quedan capas que pelar. Esta escritora canadiense, criada junto a su adorada hermana Marjorie en una comunidad menonita, emplea el humor para enfrentarse a un mundo que considera «ridículo, absurdo, gracioso y trágico y, pese a todo, con sentido». Su anterior novela, «Ellas hablan», publicada en la misma editorial, acaba de ser llevada al cine por la actriz Frances MacDormand y se postula como uno de los mejores títulos de este año.
-Su hermana se suicidó en 2010 arrojándose a un tren. ¿De qué forma ha cambiado el tiempo la visión sobre su muerte?
-Tal y como sale en el libro, mi hermana me pidió que la acompañara a Suiza para un suicidio asistido. Me suplicó que la ayudara a morir, algo de lo que no fui capaz. Si pudiera volver atrás, sabiendo lo que hoy sé, habría intentado ayudarla. Es una de esas situaciones terribles porque parece imposible asistir a alguien al que adoras en algo así y, al mismo tiempo, la alternativa es aún peor. Una muerte violenta y solitaria, como la que tuvo ella. Mi hermana iba a en serio, iba a morir de todos modos.
-Imagino que la dificultad radica en identificar el momento en el que no hay nada más que hacer.
Ella tenía una depresión muy severa. No respondía a ningún tratamiento, cada vez estaba peor. La había sufrido la mayor parte de su vida. Como ella me dijo una vez, llevaba 40 años intentando vencerla. Era verdad. Lo único que quería ya era poner fin a su sufrimiento. Es algo difícil de comprender si nunca has sentido esa desesperación psíquica. Es un asunto aterrador del que no nos atrevemos ni a hablar; cómo puede llegar ese punto en el que prefieres morir de puro dolor.
-¿Usted cree que es algo hereditario? Su padre y una prima también se quitaron la vida.
-Creo que aún no hay una conclusión rotunda al respecto, pero, definitivamente, hay un componente genético. Hay familias con varios suicidios. Es como si te dieras cuenta de que es algo que se puede llevar a cabo porque tu padre o tu hermano lo han hecho. Mi padre fue diagnosticado muy joven de un trastorno bipolar.
-¿Cree que su infancia en una estricta comunidad menonita tuvo algo que ver?
-Si. Fue una combinación de factores y eso, desde luego, no ayudó. Toda aquella presión sobre la culpa, la vergüenza, la imposición del silencio y el castigo. La obsesión por el pecado... La enfermedad mental ni se contemplaba, no existía. Si te encontrabas mal era porque no tenías la fe suficiente.
-Nunca ha culpado a sus padres de aquello.
-Para nada. Ellos sí que nos brindaron un entorno protector y lleno de cariño. Eran una anomalía en aquella comunidad. Mi padre era el que quería estar allí porque era todo lo que nunca había conocido. En realidad, mi madre siempre quiso marcharse.
-¿Considera su libro un alegato a favor del suicidio asistido?
-Estoy a favor, sin duda. Entiendo que es una conversación que debemos mantener pese a que es un asunto bastante nuevo en el mundo y a que hay mucha resistencia legislativa, sobre todo de entidades religiosas. Es algo complejo, pero es una decisión que uno debe poder tomar libremente.
-¿Qué es lo que más echa de menos de su hermana?
-Lo que me hacía reír, nadie lo lograba como ella. Era súper graciosa. También la conexión que teníamos. No tengo más hermanos, así que cuando mi madre muera ya no habrá nadie que me conociera de niña. Ella sabía todo de mí y siempre estaba presente en mi trabajo, de una manera o de otra. Me causaba una gran curiosidad su forma de ser, me intrigaba. También era mi primera lectora y mi mayor apoyo en mi labor de escritora.
-Dice que eran «enemigas» porque ella quería morir y usted que siguiera viva.
-Estos días he recordado la desesperación absoluta que sentía, cómo le suplicaba que se mantuviera con vida. Se puede imaginar lo que es tratar de salvarle la vida a alguien que no quiere quedarse. Era, en cierto modo, algo egoísta por mi parte porque yo no soportaba la idea de que me dejara sola. Fue una batalla campal, una lucha tensa. Ella trataba de convencerme y de que la comprendiera, me decía que si la quería debía dejarla marchar.
-¿Qué es lo que más le mortificaba?
-Creo que la crueldad que se ve por todas partes si sabes mirar. Ella era muy sensible a eso mientras que la mayoría somos capaces de vivir sin prestarle mucha atención o que, al menos, no nos afecte mucho. Mi hermana era incapaz de hacerlo y también le mataba el no ser comprendida, el que nadie conectara con ese sentimiento suyo. Se sentía muy alienada hasta por los que más la queríamos. Y también sola.
-¿Habría cambiado algo si hubiera tenido hijos?
-No habría cambiado nada. De hecho, la gente suele decir que no entiende cómo se quita la vida alguien que tiene hijos y, en mi opinión, eso es no entender nada. De hecho, piensan que será mejor para todos quitarse de en medio porque se consideran una carga. Una de mis primas lo hizo y tenía niños pequeños.
-¿Qué relación tiene con la fe que le enseñaron de pequeña?
-Siempre hay algo de consuelo en lo espiritual. Mi madre es muy creyente, por ejemplo, y se agarra mucho a su fe. Es algo que mi hermana y yo siempre le envidiábamos porque la sostenía en todo momento. Recuerdo que mi hermana decía con sentido del humor que era más fácil creer en dios que no hacerlo porque era algo que, simplemente, ocurría, no era una elección. La religiosidad llena de normas en la que crecimos no tiene nada que ver con la espiritualidad que de la que hablo. Me ha costado mucho tiempo apartar la negatividad y los aspectos opresivos de la iglesia en la que crecí para lograr acercarme a un sentimiento de creencia en dios relacionado con mi lugar en el universo. En ese sentido, me alivia mucho el tomar conciencia de mi pequeñez.
-Nada importa nada, ni siquiera uno mismo.
-Exacto. Es super reconfortante. De todas formas, guardo un gran recuerdo de mi infancia porque allí todos nos conocíamos y eso puede ser bueno. La pena es que no fuera, de verdad, una comunidad llena de amor genuino en lugar de hipocresía.
-Usted se reconoce como feminista. ¿Qué asignaturas quedan pendientes?
-¡Queda tanto por hacer! Hay un grado muy profundo de misoginia en todas las culturas. Muchas veces somos capaces de ignorarlo, sobre todo en sociedades como la suya o la mía, en los núcleos urbanos que tan sofisticados parecen. Quizá sea así, pero incluso en nuestro supuesto entorno de mujeres modernas y liberadas puedes ver ese machismo y sentirlo. Mire si no lo que está ocurriendo con el aborto en Estados Unidos. Siempre se puede retroceder en derechos, así que la lucha debe continuar.
-Nunca he estado en Twitter, ni en Instagram o Facebook. Me conozco demasiado bien y sé que me quitaría todo mi tiempo porque me engancharía. No haría nada más, no cumpliría con mi trabajo.
-¿Le ha perdonado?
-No hay nada que perdonar. Es más bien comprender de verdad que tenía que irse, que no tenía elección. Aunque a veces aún siento oleadas de enfado e ira.
- «Pequeñas desgracias sin importancia» (Sexto Piso), de Miriam Toews, 308 páginas, 21 euros.