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“Las chicas de oro”: un póker de incorrección catódica

Dorothy, Blanche, Rose y Sophia cambiaron para siempre las reglas de la televisión «en femenino»
NBC UNIVERSAL
La Razón

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Si uno se separa del referente ontológico, el piloto de la mítica «Las chicas de oro» lo tenía todo para fracasar. Y no hay que darle muchas vueltas revisionistas al asunto: un elenco lleno de mujeres, encima bien entradas en años y con sus mejores días tras de sí, intenta hacer interesante su jubilación al sol húmedo de Miami. Bajo el manual machista de lo que funciona y no funciona en televisión, no podríamos estar más lejos del canon. Estamos hablando de principios de los ochenta en Estados Unidos, Bill Cosby es el rey del mando y, de repente, «Cheers» ha encandilado a un montón de jóvenes adultos que parecía haber perdido interés en la televisión de sus padres. Sin embargo, algo había en ese guion para acabar convenciendo a los ejecutivos de la, entonces, no-tan-progresista cadena NBC. Ese «algo», además de unas 30 páginas que cambiarían para siempre aquello que «funciona» y aquello que «no funciona» en televisión, pasaba por la firma de la responsable del invento, la igual de mítica Susan Harris.
Con los treinta recién cumplidos, la creadora de «Las chicas de oro» llegó a la televisión con poco dinero y muchas ideas. Los comienzos fueron complicados, adaptando cortes de películas cinematográficas a la televisión (poco ortodoxo pero precioso oficio perdido en favor de la nada misma), pero rápidamente sacó a relucir su rapidez en el habla y una manera de establecer diálogos más parecida a disparar en el lejano Oeste que a lo que nos tenía acostumbrados hasta ese entonces la caja «tonta».
Escribió episodios de «Todo en familia», «Maude», «Enredo» y «Amor a la americana», hasta que en 1985 le llegó la oportunidad de su vida: NBC tenía un hueco de media hora y muchos anunciantes femeninos que urgía llenar. Mucha laca, unas cuantas expediciones a Miami y Orlando y varios cambios en el elenco después, había dado a luz a «Las chicas de oro». 180 episodios de la que, para muchos, es la mejor comedia de situación de todos los tiempos y, sin duda, la más incorrecta en ese diabólico eje en el que se cruzan el atrevimiento con el signo político, ideológico y demográfico que marcan los tiempos. Por supuesto que en el primer capítulo de la serie iba a aparecer un hombre homosexual. Por supuesto que habría doce chistes sobre lo próximo de la muerte. Por supuesto que aquel invento tan estrambótico tenía que triunfar.
Los más de 4.500 minutos de televisión que desarrollaron Harris y su equipo en las siete temporadas de la serie original (y los «spin-offs» que la continuaron) dieron forma a un estilo de incorrección catódica sin el que ahora no podríamos entender referentes de primera línea. Sin «Las chicas de oro», por ejemplo, sería impensable imaginar un producto tan a priori alejado de ellas como «Bojack Horseman». Sin la mítica serie, que en España emitió La1 por su extrema popularidad a principios de los noventa, también se hace complicado imaginar un espacio en la televisión de masas para «Mujeres desesperadas» o, incluso, «Sexo en Nueva York».
La brillantez de la serie, tan cómoda como una hamaca en Benidorm o un asiento en el bus del Imserso —si nos traemos el referente a lo patrio—, pasa quizá por el trazo de Harris a la hora de delinear a sus personajes, tan maniqueos como versátiles: la tonta, la amargada, la loca y la bocazas no son más que una excusa para hablar de la inocente, la sabia, la amable y la sincera. Por ese orden, Betty White, Bea Arthur, Rue McClanahan y Estelle Getty podrían considerarse hasta la primera «girl-band», apelando a distintos y complejos tipos de mujer moderna.
En glorioso póker de irreverencia, «Las chicas de oro» no solo abrió un camino demográfico infinito para la televisión contemporánea, sino que incluso se atrevió a lidiar con su propio tiempo: ahí queda el capítulo en el que un político es transexual, el eterno «running gag» por el que todo el mundo asume que Blanche y Dorothy eran una pareja de lesbianas e incluso aquel en el que se atrevieron a hablar del SIDA en «prime time». No se trata de reivindicar infantilmente la serie como imposible de hacer hoy en día, sino de valorar lo clave que fue para que hoy se sigan haciendo más como ella.