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Ariel Rot: “Estoy dando algo nuevo de mí, y eso es mucho decir”

El argentino comprometido con los acordes, icono generacional para los amantes del tequila, estrella migrante, se lanza en brazos de la reinvención a través de una gira con Kiko Veneno por toda España que pretende continuar con el espíritu de convergencia y estímulo musical creativo del programa «Un país para escucharlo»
Descripción de la imagenGonzalo PerezLa Razón

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Es Ariel Rot uno de los más grandes. Gran guitarrista y gran compositor, de esos escasísimos y prodigiosos talentos capaces de eludir el encasillamiento y seguir siendo, al mismo tiempo, perfectamente identificables. En Tequila, en Los Rodríguez, en solitario. Ariel Rot es siempre Ariel Rot y nunca es lo mismo, pero siempre es más y siempre es mejor. Lo último: una gira inaudita y sorprendente junto a Kiko Veneno en la que el músico, de nuevo, nos da todo y nos da más. «Lo cierto es que esta gira me está fascinando porque es una cosa totalmente distinta», explica Rot. «Es siempre diferente, no puedes bajar la guardia, tienes que estar alerta en cada concierto. Creo que estoy dando algo mío nuevo y, a mi edad y después de tanto tiempo, eso es mucho decir».
La aventura empezaba, sin saberlo entonces, con el programa de televisión «Un país para escucharlo», en el que Ariel ejercía de fascinante y atípico presentador irremediablemente enamorado de la música. Un programa que tuvo mucha más trascendencia de la esperada. «Tanto en mi vida», apunta, «como en la de alguna gente. Llegó a muchos sitios y la gente lo esperaba con expectativa, con ilusión, con cariño. Piensa que hay mucha España donde la única posibilidad de ver algo distinto y musical era sintonizarnos los martes por la noche. Fue una experiencia muy potente, y que tuvo más transcendencia que mis últimos discos, marcó un momento muy importante para mí».

Un nuevo desafío

Tres temporadas y muchos meses de grabación que no podían tener un final diferente: «Lo normal cuando uno termina un disco es salir de gira. Y yo no tenía un disco, pero tenía un programa. Y entendía, además, que aquello se podía llevar a los escenarios. Aunque no es fácil organizarlo y tratar de mantener en cada concierto ese espíritu de invitados locales, de variedad musical, de edad, de target. En la tele había todo un equipo dedicado a eso y ahora tenemos que encargarnos nosotros», apunta el músico antes de proseguir: «Empecé a darle vueltas y vueltas. Hubo incluso un poco de debate familiar sobre con quién debería hacerlo, porque yo estaba buscando algo quizá más predecible. Pero pensé en Kiko, que fue una decisión muy meditada, y eso me hizo mirar en otro lugar. Encontrarle ahí me está aportando mucho más de lo que yo esperaba, no solamente a nivel del espectáculo, sino también a nivel personal. Era todo un desafío el de entrar en otra estética, en otra disciplina musical, que es la que traen Kiko y sus músicos, con todo ese bagaje de música del sur, del flamenco, que lo llevan ellos tan dentro. Hablé con él, le encantó el proyecto, muchas reuniones, muchos encuentros, muchos viajes. Nos fuimos conociendo y nos fuimos relajando, porque nosotros nos conocíamos en un plano muy cosmético, y ha sido todo un descubrimiento tanto a nivel profesional como en lo personal».
Sigue Ariel firmemente comprometido con la música «desde chico», explica, «desde que lo dejé todo para dedicarme a esto. Fue una decisión juvenil, pero muy clara y muy rotunda. Y luego, sí, el azar es generoso. Pero también es importante saber abrir las velas a tiempo para recoger esa racha». Y vaya si las ha abierto a tiempo siempre: llegaba a España con dieciséis años y en apenas cinco meses estaba tocando ya con lo que luego sería Tequila, la banda española de rock más exitosa de los 70. Salía España entonces de una etapa oscura y se iniciaba otra de desprejuiciada ansia de libertad de la que el músico fue «espectador y también partícipe. Caí de lleno en plena avalancha de cambios, de libertad, de nuevos aires, de modernidad. La gente estaba hambrienta por decir cosas, por hacer cosas y por romper con todas las prohibiciones. Fue una época muy emocionante, algo espectacular. Eran muchos los años por recuperar». Y esto lo vivirá luego a la inversa, cuando otro exilio («mi exilio tóxico») le lleve de vuelta a Argentina a mediados de los 80, donde «estaba ocurriendo un poco lo mismo que yo había vivido al llegar a España», explica.
«Salía también Argentina de una dictadura muy cruel, comprimida en cinco o seis años devastadores, que habían dejado mucho sufrimiento y dolor. Y volví a enganchar con otro momento histórico de un ímpetu muy poderoso en la calle, sobre todo en la comunidad artística. Y de una manera muy natural y fluida, empecé a tocar con Andrés. Pero era casi un hobby, yo trabajaba en una productora de música para jingles y los fines de semana tocaba con Andrés y su banda. No parecía que tuviésemos muchas posibilidades –reconoce el argentino– de que aquello se convirtiera en algo profesional. Pensé entonces que lo de hacer giras y grabar discos quizá se había acabado. Era un momento raro para los dos, con nuestras carreras bajo mínimos, en el que llegué a pensar que lo de Tequila tal vez había sido un momentazo de la vida pero que era muy difícil que se volviese a repetir. Pero luego me encuentro por casualidad con Julián en un concierto, recuperamos nuestra amistad y dijimos “tenemos que hacer algo”. Llamé a Andrés y me dijo “voy para allá y montamos un grupo”. E hicimos Los Rodríguez. Nada estaba muy planeado y sigo igual, sin tener planes. Nunca tengo un plan a largo plazo». Con planes o sin ellos, se repitió el momentazo. Con Los Rodríguez formaban Calamaro y Rot, junto a Julián Infante y Germán Vilella, el gran grupo de rock en español de los noventa. Algunas de sus canciones son ya casi himnos inmortales que siguen siendo cantadas: «Me estás atrapando otra vez», «La milonga del marinero y el capitán», «Dulce condena» o «Mucho mejor (hace calor)» han hilvanado, cuando no directamente narrado, la biografía de varias generaciones.

Ordenando el caos

«Lo último que se espera o imagina alguien al componer una canción es que se convierta en algo inmortal», admite. «Pero sí es muy curioso ver que todavía esas canciones, sin saber muy bien de dónde vienen, las nuevas generaciones las siguen cantando y las sienten suyas». Contrastan quizá esos dos momentos históricos vividos por el artista, de absoluta y efervescente libertad, con el momento actual, en el que una exacerbada sensibilidad parece, en ocasiones, fiscalizar excesivamente cada palabra de todo creador. «Hay mucha sensibilidad, sí», reflexiona al respecto, «pero también es este un momento de buenos cambios. Lo que ocurre es que la música tiene que provocar, y no se puede estar con el sensor todo el tiempo dando vueltas para no molestar a nadie. Que, por otra parte, yo creo que uno cuando compone, cuando crea, tampoco está pensando en eso. En todo caso, nosotros somos antenas receptoras y emisoras al mismo tiempo. Y los cambios en la sociedad también van actuando en nuestra manera de escribir y de comunicar. Lo que sí creo es que, tanto en la música como en la vida, hay que pensar en el otro y tratar de no ofender de manera gratuita. Las cosas irían mucho mejor si todos pensásemos un poco más en el otro».
Extranjero en todas partes y sin planes a largo plazo, lo más inmediato, confiesa, es seguir con su gira con Veneno. Le gustaría recuperar algunos de sus conciertos («aunque no me resulta fácil porque no tengo banda estable»), dedicarle tiempo a los asuntos personales y a esa casa nueva en la que «apenas he aterrizado. Eso me apetece mucho, disfrutarlo y hacerlo con placer». Y en algún momento, no sabe muy bien cuándo, se sentará y «pondré un poco de orden, con concentración, a toda la cantidad de lo apuntado, de lo escrito y lo grabado de manera totalmente despreocupada en los últimos tiempos. Y a lo mejor de ahí sale algo. La música siempre está presente. Aunque sea tocando solo en casa. Pero la música está siempre. Eso no va a parar nunca».

El guitarrista

Por Javier Menéndez Flores
La culpa la tuvo aquel primer riff que llegó sin avisar y atravesó su cerebro de adolescente igual que un rayo. Ariel notó cómo esa corriente de electricidad, la furia de esa guitarra, se hundía en él y lo elevaba, y en ese instante fue feliz. Porque nunca antes había experimentado un placer tan alto. No importa si el causante de aquel éxtasis fue un grupo o un solista, ni el título de la canción. El único dato valioso es que le hizo sentirse extremadamente vivo. Y así, de la misma manera que aquel que mira muy fijo una luz cenital, fue como descubrió su vocación.
La vida transcurría por entonces alegre y sin sobresaltos. Hasta que irrumpieron los siniestros generales con su aliento a muerte y hubo que empacar a toda prisa, no más que lo indispensable, y abandonar la casa y el país y el continente. Y a los amigos, y a aquella pibita… ¿cómo se llamaba? Pero Madrid, que empezaba a transformarse en un imperio de los sentidos y terminaría siendo el cuartel general de todas las fiestas, se mostró ante su mirada celeste como una tierra de promisión, y se lanzó a las calles ajeno a los peligros que encerraban, libre cual cóndor. En la noche madrileña de los últimos años setenta, bastaba con apurar un par de whiskies y entornar los ojos para que cualquier antro pareciera Studio 54. Y Ariel Rot, la melena stoniana y una belleza tan pura que dilataba las pupilas de quien lo miraba, era un ángel que se burlaba de los monstruos al acecho, de la espalda de la luz, de todos los espejos.
La fama y la locura y el horror llegaron, por ese orden, de la mano de Tequila, que nació de un pacto con Satán que se selló en los palacios del delirio, y cuya elevada deuda se terminó saldando en el subsuelo. Años después, cuando Ariel regresó de un exilio autoimpuesto por pura supervivencia –el segundo, solo que en sentido inverso–, Los Rodríguez demostraron que el plástico sucumbe ante la piel y que la música con alma puede generar dinero. Pero el ego reventó los termómetros de la paciencia cuando más alto estaban, Julián pagó con su vida tanto exceso y Ariel tomó una decisión crucial, que no iba a volver a tener más compañeros que sus manos. Surgió así un músico nuevo: atemperado, observador, de curiosidad insaciable. Un estudioso de su instrumento, el guitarrista puro. Porque aunque dentro de sí late un memorial de abismos, lo hacen también todo el amor y la entrega que es capaz de fabricar un hombre que se buscaba desesperadamente en cada traspié, y que hoy disfruta de placeres sin efectos secundarios.
Hay actividades, profesiones, disciplinas artísticas que se afilan y enriquecen en la más estricta soledad, que únicamente en ella pueden hallar la autopista que conduce a la excelencia. Ese matador de toros, tan macho y tan bailarina, que compone figuras frente al espejo. Ese púgil que mide su velocidad y su resistencia ante un saco muerto. Ese esgrimista que trata de dar con la estocada maestra que lo vuelva invencible. Ese escritor que teclea convencido de haber encontrado la entrada de una mina de oro. O ese músico que se pone a prueba cada día con una guitarra, y para el que ese combate lo es todo.
En la quietud cómplice de su habitación, Ariel se ha colgado una Fender para batirse en duelo consigo mismo. Y mientras afuera, en la calle, bajo la música atroz de los atascos en plena noche, la gente se ama o se asesina, él acaba de introducir la clavija en el amplificador y ha envuelto el mástil con la zurda, en un gesto que por más que lo haya repetido un millón de veces siempre se le antoja inédito. Y cuando nace la primera nota, en el preciso instante en que los ojos se cierran y el gesto se contrae, en el que en el centro del pecho asciende una marea, el mundo que habita es ya otro.