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“El perdón”: todo lo que Irán castiga

Maryam Moghadam y Behtash Saneeha ofrecen un relato marcado por una injusticia a través de una historia que denuncia aspectos como la pena de muerte o la situación de ostracismo a la que se ve abocada la mujer iraní; y, más, siendo viuda
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  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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En mitad de esas pequeñas heroicidades cotidianas, minúsculas y finísimas –a veces inapreciables– de las que están compuestos los días, sobrevuela la incesante sensación de que en el caso particular de Mina, el hecho de ser mujer, viuda y madre en un país como Irán transforma la realización de estas hazañas en una urgente necesidad de sobrevivir a las imposiciones de un sistema injusto en el que lo menos que te puede suceder si acabas de perder a tu marido es que no puedas alquilar un piso sola al ser considerada tan poco apta para ello como la gente con mascotas o los drogadictos. Aquí cada gesto es una conquista, cada paso una proeza, cada renuncia una victoria.
Como añadido a la ya de por sí denigrante y segregacionista situación en la que se encuentra la mujer, relegada de manera sistemática al ostracismo y al señalamiento continuo, la pena de muerte sigue constituyendo uno de los mayores focos de polémica de la república islámica: solo el pasado año, según datos oficiales de la ONG Ensemble Contre la Peine de Mort, las ejecuciones producidas en este territorio aumentaron un 25% con respecto a 2020, que en términos de pérdidas se traduce en 333 personas ahorcadas, prácticamente una cada tres días.
Más allá de las repulsas sociales y las condenas morales que esta realidad puede llegar a generar en sectores con un enfoque más occidentalista, esta práctica, inspirada en la Ley del Talión –alguien que asesina merece ser también asesinado–, así como su implicación en el transcurso ordinario de la vida de los ciudadanos que la padecen, ha protagonizado varios de los relatos cinematográficos recientes de la industria iraní como ilustra el caso de la interesante reflexión que el director Massoud Bakhshi llevó a cabo con “Yalda. La noche del perdón” y programas televisivos reales en los que el perdón de los convictos se pone en manos de la audiencia o el retrato a cuatro voces poético, cadencioso y combativo que establece un nombre tan consagrado como el de Mohammad Raoulof en “La vida de los demás”.
“Al fin y al cabo, todo en un país como Irán se convierte de manera automática en un acto político. La política está en todo lo que creamos, en todo lo que hacemos. Controla nuestras vidas, nuestras maneras de vestir, el amor, las relaciones que estableces, las personas con las que te relacionas. No podemos hacer nada a menos que finjamos o hagamos películas de propaganda para el Gobierno. Todo está dictaminado, determinado y condicionado por la política”, asegura con expresiva decepción en entrevista con LA RAZÓN la actriz y directora iraní Maryam Moghadam, coautora junto a Behtash Sanaeeha, su pareja, de “El perdón”, una historia heredera de esa proclama social reivindicada por otros directores e inspirada libremente en la experiencia vivida por la propia madre de la actriz, quien perdió a su marido después de que este fuera ejecutado por motivos políticos.

Asumir las consecuencias

El nombre de la protagonista, de esa mujer que tiene que hacerse cargo de una hija sorda y a la que la pena se le escapa por la boca y la mirada después de enterarse de que su marido, acusado de asesinato, era inocente y ha sido ejecutado de manera injusta, es el mismo que el de la progenitora de Moghadam. Su dolor y el de muchas otras mujeres, también parece coincidir: “La construcción del personaje de Mina parte de una realidad, de la experiencia real de muchas mujeres, pero en especial de mi madre, que también se llamaba así y vivió una historia parecida a la que se cuenta en la película. Esta es la historia de mujeres que se sienten solas, que no tienen apoyo, que sabemos que están cerca de nosotros…”, afirma.
La propuesta constituye además un ejercicio de valentía, especialmente teniendo en cuenta que “te expones a posibles castigos. Puedes ir a juicio, pueden prohibir la proyección de la cinta, puede condicionar la manera en la que te plantees tu próxima película, si es que la haces. Nosotros intentamos siempre no censurarnos, pero a veces las cosas llegan a una línea que consciente o inconscientemente tú sabes que no quieres cruzar. Aun así, intentamos no hacerlo. De una forma u otra, los que hacemos cine pensamos que vale la pena asumir las consecuencias y procurar que quede un testimonio auténtico de nuestra historia”, concluye con arrojo.