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La exposición «El gusto francés» recupera un cuadro perdido durante doscientos años

La muestra, organizada por la Fundación Mapfre, recupera «El gran retrato ecuestre del Delfín de Francia a los tres años», de 1665, de Jean Nocret, que Francia buscaba desde hace dos siglos, junto a otras piezas que han aparecido ahora y que se exhiben por primera vez
Enrique CidonchaLa Razón

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Algunas obras estaban extraviadas y otras heredaban una atribución incorrecta. La exposición «El gusto francés», de la Fundación Mapfre, que ha reunido 45 pinturas, 16 dibujos, 8 esculturas, además de 31 piezas decorativas y de carácter suntuario, rastrea la huella que dejó el arte galo en nuestro país a lo largo de los siglos XVII, XVIII y XIX. Pero durante su preparación, estudio y montaje, la muestra ha acarreado una catarata de sorpresas, como la aparición de obras que permanecían perdidas.
«La idea era ofrecer un amplio panorama de doscientos años de arte francés. Francia nos ha rendido homenajes en diferentes ocasiones y nosotros teníamos pendiente una exposición que reuniera las obras más importantes de su arte que se encuentran en nuestro territorio», explica su comisaria, Amaya Alzaga Ruiz. El resultado ha sido una exhaustivo indagación de colecciones españolas públicas y privadas, lo que ha conllevado atribuciones nuevas, «no con el afán de cambiar por cambiar, sino intentando afinar la autoría», asegura la comisaria.
Una de las principales aportaciones es «El gran retrato ecuestre del Delfín de Francia a los tres años», de 1665, de Jean Nocret, una pintura que el país galo llevaba buscando doscientos años y que es uno de los grandes reclamos de la muestra. A su lado destaca también «La muerte de Lucrecia», que se conservaba en el Museo de Quiñones de León, en Vigo, que estaba mal atribuido. Ahora se sabe que pertenece a Pierre Subleyras. En el Museo Cerralbo aguardaba otro hallazgo agradable. Su fondo de dibujos conservaba un boceto a sanguina de Antoine Coypel. No se sabía qué representaba, pero ahora se ha descubierto que pertenecía a un boceto de un techo que Felipe de Orleans encargó para París.

Un pintor defenestrado

Durante la investigación también han salido a la luz un Claudio de Lorena, que se encontraba en la colección de los Duques de Cardona, y un retrato significativo y, con leyenda, de Michael-Ange Houasse. Un artista francés que trajo consigo Felipe V a la corte española con el propósito de replicar el lujo parisino. Él realizó un retrato del infante Carlos con un cojín rojo. Una pintura que, a pesar de su esfuerzo y dedicación, no debió satisfacer el exigente gusto de sus majestades y que supuso su inmediata degradación. Fue sustituido por Jean Ranc, perdiendo su acomodada condición de retratista. A partir de entonces se dedicaría a la pintura paisajística y de costumbres. El arte también tiene estas peculiaridades.
La muestra expondrá por primera vez el retrato de la Duquesa de Beaufort-Spontin (1789), de Lemonnier; el de los duques de Montpensier con sus hijas (1853), de Dehodencq, y, el cuadro de «Eugenia de Montijo a caballo», un óleo de Édouard Odier de 1849 que se conserva la Fundación Casa de Alba y que nunca había salido de su sede sevillana. Aparte ha aparecido un óleo que desde hacía tiempo no se sabía dónde se encontraba. Se trata de un retrato de Isabel II de 1858 hecho por François-Gabriel Lépaulle. Un lienzo que se hizo a partir de un grabado. Suposición que se basa en que la reina tenía los ojos azules y aquí los tiene marrones. Una variación que, por supuesto, no se debe a la mera incidencia de una atmósfera o luz casual.
El gusto no define solo una moda, también un país. Puede incluso que una cultura o una civilización. En 1650, después de más de dos siglos de grandezas y miserias, la hegemonía española comenzaba a declinar y otra nación tomaba el relevo. A partir de Luis XIII, aconsejado por el cardenal Richelieu, uno de esos consejeros que ha dado para que alguno escribiera más de una novela, Francia se convierte en el epicentro del arte y el refinamiento. Su égida se extenderá más allá de ese reinado y su influencia llegará hasta 1860 y 1870, antesala de enormes modernidades y revoluciones artísticas. Es justo este arco cronológico de doscientos años lo que recorre la exposición.

Napoleón y la guerra

Entre ese siglo XVII y hasta avanzadas fechas del XIX hubo momentos para la diplomacia y también para los cañones. Esas centurias transcurrieron entre tensiones políticas, guerras, la Revolución Francesa y la invasión de España por parte de Napoleón. Pero también se atravesaron instantes de estrecha relación. «Francia fue el motor dinamizador del gusto europeo durante doscientos años. Tuvo una relación especial con España y, en momentos de conflicto, cuando las relaciones eran complicadas, muchos artistas no quisieron venir a pintar».
Pero también existieron periodos de concordia. Fue en esos instantes cuando entraron en España un gran número de obras de arte procedente de Francia. Este «museo francés» quedó disperso a lo largo y ancho de nuestro país, y es el que reconstruye la exhibición. «Sabemos por qué hay presencias y ausencias del arte francés. Sin duda, la mejor obra que tuvimos, y digo que tuvimos porque la perdimos, fue el gran retrato ecuestre de “Napoleón cruzando los Alpes”, de Jacques-Louis David. Es el gran vacío de la exposición, porque José I, cuando se marcha, se lleva el retrato de su hermano a caballo». Esta obra fue un encargo de Carlos IV que, a pesar de la decapitación del rey francés, intentaba llevarse bien con el emperador que había surgido de las brumas que había dejado el año 1789. El monarca, de hecho, lo colgó en una de las salas del Palacio Real. Una demostración de la vocación de comprensión mutuo que existía entre los dos países, aunque esa anhelada buena sintonía duraría en realidad más bien poco.
Después, todo cambió. «Tras las guerras napoleónicas, los soldados franceses escriben sus memorias y Francia descubre España a través de ellas. En esos primeros 25 años se desarrolla la hispanofilia. Cuando todos estos militares y artistas publicaron sus viajes nace el interés por nuestra tierra. Hasta Chateaubriand se une a este entusiasmo. Las guerras napoleónicas, además, impiden viajar a Oriente y ya Italia no supone la cuna de ningún canon artístico. El francés se ve empujado a visitar España, que se convierte en el nuevo Oriente. Es cuando viene Delacroix, entre 1834 y 35 y, más adelante, Gustave Doré y Manet, ya en 1860 y 1865. Es el momento en que se reivindica a Velázquez y todos coinciden en señalar que España es el modelo que había que seguir».