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El Somme: Gran Bretaña y el infierno de la Primera Guerra Mundial

Para 1916, la Gran Guerra llevaba ya dos años segando las vidas de los europeos, una hecatombe de la que en buena medida se había librado Gran Bretaña. Hasta el momento
Descripción de la imagenLibrary of CongressDesperta Ferro

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El 1 de julio de 1916, la población británica entró en la Primera Guerra Mundial. Esta afirmación, que puede parecer atrevida tras casi dos años de trincheras, barro, gases, bombardeos y muerte, es relativamente fácil de entender si se tiene en cuenta que, hasta entonces, el grueso de los combates lo habían protagonizado las fuerzas profesionales y las tropas territoriales, voluntarios en tiempos de paz que se entrenaban semanalmente y que en un país donde la de las armas era una profesión voluntaria, eran gente mucho más militarizada que el resto de sus convecinos.
Cuando, en el verano de 1914, estalló la Gran Guerra, una oleada de belicismo se extendió por los países de Europa, derribando los intentos de solidaridad internacional que trataban de abrirse paso por el viejo continente. La mayor parte de la población abrazó la guerra con entusiasmo, y con la creencia de que sería una contienda corta. No todos pensaban así. En el Reino Unido, lord Herbert Kitchener, recién nombrado secretario de estado para la Guerra, estaba convencido de que la lucha se alargaría e hizo un llamamiento para reunir medio millón de voluntarios al que se presentaron dos millones y medio de civiles que nunca habían tenido nada que ver con el ejército. Oficinistas, futbolistas, tenderos, mineros, obreros o simplemente paisanos de un pueblo o de un barrio concreto formaron los llamados “Pals Battalions”, batallones de colegas, donde muchos se conocían. La idea parecía buena ya que se esperaba que el sentimiento de emulación y el orgullo los llevarían a tratar de superarse unos a otros, pero, cuando aquel 1 de julio los cosechó la muerte, calles, clubes, familias o fábricas enteras quedaron enterradas por el duelo.
Sin embargo, para los hombres que vieron amanecer desde el fondo de las trincheras, listos para salir al asalto, el sufrimiento todavía estaba en el futuro. Tras dos años de entrenamiento, para muchos de ellos aquel iba a ser el gran día, la batalla para demostrar lo que valían. El Reino Unido había llegado al frente por fin, para lanzar una ofensiva que desbarataría definitivamente a los ejércitos del káiser. Aquellos soldados, que desconocían por completo las unidades militares en las que estaban integrados, que dudaban a la hora de indicar el número de su brigada y que se identificaban sobre todo por el nombre oficioso de su unidad de camaradas –los “colegas de Sheffield” (12.º Batallón del Lancaster Regiment), o la “peña de Hull” (como se identificaban los hombres de cualquiera de los batallones del East Yorkshire Regiment integrados en la 92.ª Brigada)– estaban a punto de ver como sus pequeños mundos eran desbaratados por el fuego y la metralla.

El desafío del asalto

En las trincheras frente a Serre, el sargento Jimmy Miers, de los “colegas de Bradford”, chequeó su ametralladora Vickers por enésima vez. Aunque pudiera desmontarse en cinco partes, trasladarla a través del terreno suelto junto con miles de balas, no separarse de la primera oleada de la infantería, llegar a la primera línea alemana y montar el arma a la velocidad del rayo para apoyar a los suyos iba a ser todo un desafío, pero estaba preparado. Por el contrario, el soldado Willie Parker, de los “colegas de Sheffield”, no lo estaba. Nada más alistarse en 1914 había pasado por un entrenamiento de seis meses, pero luego, por ser ingeniero, lo habían enviado a trabajar a la fábrica de armas Armstrong-Whitworth. Para cuando llegó al frente dos semanas antes apenas sabía disparar su arma, pero tras haber insistido, rogado, amenazado y coaccionado tanto a sus jefes en la fábrica como al ejército o a los políticos locales, allí estaba por fin.
Preparados o no, a las 7.30 horas de aquel fatídico día miles de hombres como los que hemos citado salieron de las trincheras y se abalanzaron a través de la tierra de nadie para llegar a donde los esperaban los alemanes. El avance, contra un enemigo que llevaba una semana bajo un intenso bombardeo de artillería, debía de ser como en los ensayos, en formación, sin detenerse ni apresurarse, hasta el objetivo. Todo salió mal. Los cañones y los grandes obuses habían fracasado y en cuanto detuvieron su fuego para no herir a sus propios soldados, los alemanes surgieron de sus refugios, ocuparon sus trincheras y detuvieron el ataque en casi todo el frente. En su ala izquierda los británicos consiguieron tomar algunos reductos, como el Heidenkopf y Schwaben, aunque al final tuvieron que abandonarlos. Solo en el extremo sur de su frente consiguieron penetrar las posiciones del contrario y tomar dos pueblos importantes: Mametz y Montauban. A cambio, las bajas de aquel primer día ascendieron a sesenta mil hombres, un cincuenta por ciento más que lo previsto, y todavía quedaban cinco meses de combates encarnizados. Cuando terminó a causa del mal tiempo y el agotamiento, la batalla del Somme había fracasado a la hora de romper el frente alemán, y el Reino Unido había entrado por fin, de lleno, en la Gran Guerra.

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Desperta Ferro Contemporánea n.º 49
68 pp.
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